Por Cynthia Rimsky
Cada vez que pasaba por la calle Artesanos o Santa María, veía surgir un nuevo pilar de hormigón que crecía en dirección al cielo. Me pregunté cuándo terminarían de crecer. No parecía que fueran a soportar un piso, cierres o paredes. Según el ex alcalde Cornejo, procesado y absuelto de fraude municipal, el proyecto “va a recuperar las áreas verdes que ocuparán el 60% del terreno y construir 422 locales comerciales en el otro 40%, con un diseño luminoso y liviano que se “convierta en la cara de entrada a la comuna”. Al llegar a los seis metros de altura los pilares detuvieron su crecimiento y desplegaron una membrana llena de agujeros por los cuales entra luz natural. Seguían brillando por su ausencia las paredes. Un poco más allá, las construcciones que albergarían a la Pérgola de las flores, tenían muros, agujereados, pero al menos cerraban el espacio.
Lo que el ex alcalde llamaba “Mercado El Abasto Plaza Tirso de Molina”, lo conocí por mi padre. Tenía su consulta dental en calle Maruri y, de camino a casa se detenía a comprar en el local de Arturito un cuarto de jamón que mi madre intentaría hacer durar. A veces también traía fruta y ella se quejaba de que la mitad estaba mala. ¿Dónde compraba mi padre aquellas cosas tan distintas a las del supermercado? Lo descubrí un día que regresábamos juntos a casa, en su destartalado Chevette, y estacionó frente a La vega chica. Mi padre era un hombre de rutinas y fui reconstruyendo, no solo el camino del jamón, sino el de las aceitunas, las frutas y los super ocho, que compraba en la Avenida Santa María a los vendedores apostados en los semáforos del puente Los Carros y de Recoleta. ¿Cómo hacía mi padre para que le tocara justo la luz roja? Una vez advertí que, al doblar desde Independencia, miraba hacia delante y bajaba la velocidad. Cuando nos detuvimos ante el vendedor que mi padre por supuesto conocía, ya tenía en su mano el billete; lo curioso es que después de pagar, decía en son de broma: “pero pásame de las buenas”. Y el vendedor le contestaba; “por supuesto, patroncito”. Y al llegar a casa, mi madre gritaba: “ya te metieron frutas podridas”.
Cuando me mudé a Recoleta, descubrí que La vega chica era más cara que la grande y, salvo una urgencia – estaba abierta hasta más tarde-, la evitaba. Creo que la mayoría hacía como yo y compraba solo al paso, no más de uno o dos productos y en pequeñas cantidades. La estrechez de los pasillos permitía dar una rápida ojeada a los locales en ambos lados y, a pesar de que las latas del techo eran irregulares, sumergían en una penumbra que concentraba el olor de las frutas y verduras frescas, y durante esa cuadra uno sentía que había regresado al mercado del pueblo. No recuerdo cuántas veces La vega chica ardió, cuántos alcaldes amenazaron con expulsar a feriantes, locatarios o mayoristas. En el año 2000, inauguraron el Mercado Mayorista de Santiago con un costo de 70 millones de dólares. Hoy penan allí las ánimas.
Como no hay mal que dure cien años, el pomposo Mercado El Abasto Plaza Tirso de Molina fue inaugurado. Con la primera lluvia, el lugar destinado a “recrear y recuperar un lugar tradicional de la ciudad que fue abandonado por muchos años y que en este momento vuelve en gloria y majestad, con un diseño contemporáneo y una incorporación a la trama urbana como siempre debió ser así”, se inundó. Los locatarios tuvieron que agarrar sus productos y cerrar. Como no tiene muros exteriores, el agua, el viento y el frío campean. Más encima, el techo no cubre completamente los puestos y el viento y la lluvia mojan la mercadería. A un mes de su inauguración, tanto el mercado como la Pérgola, lucen llenos de plásticos improvisados. “El diseño está mal pensado, no sirve para nuestro negocio. En el segundo piso se forman corrientes de aire con un frío insoportable que hace que nadie quiera estar allí, ni comerciantes ni público”, explicó Ángelo Cabezas, presidente de la agrupación gremial. SalfaCorp, la constructora, contestó que “es normal que se produzcan filtraciones, entonces la empresa hace ajustes, tapa goteras y mejora techos”. “Antes no teníamos locales de lujo, pero al menos nos servían para el negocio”, reclamó Vitalina Méndez. Los comerciantes aseguran que el diseño europeo del proyecto, que privilegiaba la luz natural como una forma de ahorro energético, les resulta “poco útil, porque se pensó como algo bonito más que algo servicial”.
Durante el invierno, el frío me hizo desistir de subir a los restaurantes. En el primer nivel, los locales que antes llenaban los pasillos, aparecen perdidos, escuálidos, con mercadería cara y desolada. Arriba está lleno de locales que venden ropa, como en cualquier mall periférico. Pocos suben. Para ahorrar, instalaron una escalera mecánica solo de subida. Con los primeros días de sol me animé a subir allí a almorzar. Los platos que ofrecen son baratos, hay comida peruana, chilena, colombiana. No venden alcohol, pero como está hacia el sur, todo el verano tendrán sombra. Desde la sombra se puede disfrutar la visión del otro lado del río; el lado que las autoridades todavía no han remodelado y gracias al que aún podemos recordar aquel mercado de pueblo al que ya no podremos volver ni en sueños.