Por Hugo Correa Luna (*)
I
Presentamos hoy la novela Sillas en la vereda, de Cecilia Sorrentino. Lo que a mí me gustaría es que mis palabras sean, ante todo, una invitación a su lectura. Espero decir algo para los que no la leyeron todavía que no signifique revelaciones excesivas, y para los que ya la leyeron mi ambición ya es directamente desmedida: que me perdonen.
Sillas en la vereda es una novela intensamente humana. La afirmación, por rotunda, corre el peligro de parecer demasiado solemne, pero es un riesgo que voy a aceptar. Al fin y al cabo, tampoco es enorme riesgo, cuando lo más probable es que la lectura de la novela termine por borrar mis palabras.
Pero quiero precisar: esto que digo pretende tener un significado político, el de dar la bienvenida a toda una zona de nuestra literatura que estaba en retirada; la vejez y su sabiduría, la memoria, relatos de patios y de quintas, de españoles e italianos, son temas que se nos han esfumado; hay tonos, como el de la tristeza, que hemos perdido. Parecería más bien que una picaresca que no se toma nada demasiado en serio domina el panorama y que una característica de nuestros tiempos, la del relato único, abrumara bajo esa forma otras historias.
Por supuesto, no se trata de un regreso nostalgioso a ciertas formas literarias ni –en mi caso– de su postulación, sino de un modo retomar y darle nuevo vigor a una tradición. Pero nada de esto se encuentra en los proyectos de Cecilia: ella no quiere renovar la literatura, ni dar batallas por una u otra estética. Sólo quiere contar lo que cuenta.
II
Tengo que agregar a “intensamente”, para justificar las consecuencias que ahora voy a extraer, otro adverbio: “artísticamente”. Cuando un relato está contado con arte, empieza a hacerse un lugar entre otros relatos, conversa, debate con ellos y sienta posiciones.
¿Cuáles son los instrumentos con los que Sillas en la vereda se sitúa así?
Uno, el eje principal, es sin duda el personaje de la tía; un personaje que se va abriendo camino de a poco. Por la propia naturaleza del personaje, Cecilia la hace entrar en la novela, como si pidiera permiso, y así se va instalando, a través de complicidades, timideces y afirmaciones tenues que muy pronto establecen el tono de la novela.
Y algo más, siempre está presente el humor. Eso le agradecemos, sin duda, a la autora.
Pero el rasgo por el cual llegamos –o llego– a calificar de intensa la historia que se nos cuenta es el de la dignidad de la tía Herminia ante el hecho de que su vida se va degradando. En ese sentido, inversamente, el personaje de la tía crece, alcanza una grandeza que no esperaríamos tal vez de ella, que siempre prefiere el segundo plano.
Ese crecimiento es la más sólida creación de la novela y el fundamento sobre el que se asienta.
A mí me gustó una definición de su personaje que da Cecilia en una nota que le hace Blanca Herrera: una heroína de la memoria, dice ella.
III
Debo decir que gocé del privilegio de asistir a la creación de Sillas en la vereda. Así, pasé por diversas impresiones que me iban quedando. Una de las primeras, que volvió a mí en estos días al releerla, fue que me parecía estar frente una versión nuestra del neorrealismo italiano, quizá porque tanto allí como en la novela de Cecilia está siempre amenazando el costumbrismo, una especie de eco que, afortunadamente, no logra imponer su color y que es una delicia cuando se mantiene justo en el límite en que su autora lo cerca.
Y eso es importante porque le da el imprescindible marco para que los hechos que se nos narran, sus escenarios y sus tiempos, resuenen en nuestra experiencia, se nos vuelvan inmediatamente familiares y se produzca así uno de los efectos fundantes de lo literario que es el reconocimiento: algo de nosotros, los lectores, empieza a tramarse en el fondo de esa historia; algo de lo que podríamos ser protagonistas o testigos. Pero no se trata de una comodidad que se adapta a nuestra experiencia y que entonces permite que fluya una lectura. Más bien se trata de que detrás de la amabilidad con que nos lleva, quedamos también de cara a un abismo –de ese abismo conversan también Cecilia y Blanca Herrera en la nota que antes cité–, que tiene que ver con lo único inevitable. En ese punto es donde nos desafía la dignidad de la tía Herminia.
IV
Cuando antes hablé de esa tradición en la que se inscribe Sillas en la vereda, omití aclarar algo que estaba implícito en mi calificación de intensamente humana, y es ese su valor fundamental: que nos habla, es claro, de la condición humana, de que somos peregrinos del tiempo. Y es que el tiempo es al cabo el tema de esta novela. Su título lo enuncia al aludir a una época. Pero más todavía lo enuncia la escena que lo provoca: en ella las sillas son un símbolo de la espera, de ese tiempo tenso, en suspenso, un rito que prepara para una muerte.
Cito para que sea la voz de Cecilia la que prevalezca por sobre mi cháchara:
“Antes, a la tardecita o después de la cena, los vecinos salían a la vereda; sacaban las sillas del comedor o los sillones de hierro del porche. Algunos se sentaban en los pilares que había a cada lado de la puerta de calle. La tía sacaba su silloncito provenzal.
Se reunían frente a una u otra casa. Conversaban. Los chicos jugábamos a la escondida o a la mancha.
En verano, todas las noches. Salvo las cuatro noches de carnaval, y las que le llevó morirse a don Antonio, el vecino de enfrente.
Las últimas noches de don Antonio fueron diferentes a las demás.
Se hablaba bajo; se esperaba la llegada del médico y en seguida después, algún vecino salía en bici a buscar farmacia de turno.
Estábamos atentos a la puntualidad de Ramona que aparecía con su caja plateada repleta de jeringas.
Los chicos nos sentábamos en el cordón y contábamos historias de terror o de aparecidos y cementerios. Terminábamos preguntándonos por el purgatorio, las reencarnaciones y la vida después de la muerte.
Yo presentía que cuando muriera don Antonio, las noches se volverían pequeñas, iguales, insignificantes.”
Así nos acaricia, con esa música, la voz de Cecilia.
Agradezco a Cecilia su invitación y haberme honrado con la querida compañía de Esther y María José. Y, desde luego, muchas gracias también a ustedes.
(*) Texto leído durante la presentación de la novela Sillas en la vereda de Cecilia Sorrentino, el 7 de julio de 2015.