Por Cynthia Rimsky
Estando en Buenos Aires, la fotógrafa María Aramburu me preguntó qué deseaba conocer. Días antes, en Santiago, una persona que acababa de recibir a un extranjero me hizo ver lo difícil que resulta escoger lugares para mostrar a los visitantes. ¿Por qué podría interesarles el mercado si en todos los países hay uno? ¿Y el cerro, el teleférico, el zoológico, el mall? ¿No hay uno de ellos en cada país? La pregunta no solo nos interroga acerca de lo que consideramos relevante de nuestra ciudad, nos hace pensar en lo que podría ser relevante para otros; nos lleva a pensar qué buscamos cuando viajamos a otro país y, más profundamente, qué significa viajar. ¿Nos movemos realmente cuando viajamos o se trata de un mero desplazamiento geográfico, pero nuestra mirada sigue viendo lo mismo que todos los días y en vez de calles, automóviles, buses chilenos, vemos calles, automóviles, buses argentinos?
Esta era la segunda vez en el año que viajaba a Buenos Aires. La primera vez fui a las librerías, me senté en la terraza de varios cafés, fui al cine, al teatro, a la feria de San Telmo, a Palermo Viejo y a Palermo Hollywood, al centro histórico, a algunos museos. La pregunta de María me dejó perpleja. Cuando se trata de ir a una playa, al campo, es más fácil. El paisaje decide por uno. Pero ¿y en una ciudad? ¿Son tan distintas las ciudades?
El sábado María tenía que ir a tomar fotografías a una feria que organizaba la asociación por el trueque en el barrio de la Boca. Este sistema de intercambio de bienes y servicios sin dinero llegó a ser sumamente importante tras el corralito financiero de diciembre de 2001, así que decidí acompañarla para ver con mis propios ojos cómo funcionaba.
La última vez que estuve en La Boca fue para el viaje de estudios de cuarto medio, dormíamos en el bus de turismo de día y despertábamos como vampiros al ponerse el sol. Me extrañó no reconocer ninguna calle. Guardaba la idea de muchos bodegones pintados de colores, música, tallarinadas, parrilladas… pero a medida que el bondi atravesaba las calles, aparecía un barrio antiguo, con casas somnolientas, que parecían venir despertando de una siesta infinita para volver a dormirse en un rato más.
El bondi nos dejó al final del recorrido, junto al puerto en desuso. María me dijo que el río seguía hacia barrios muy pobres. Cuando uno está en Buenos Aires no piensa que existen poblaciones, pero las hay y muchas, me cuenta. De hecho, hasta que se convirtió en turístico, la Boca era el lugar al que descendían los inmigrantes de los barcos que los traían desde Europa. Uno de los trabajos que se conseguían era pintando barcos. Cuando les sobraba pintura, la repartían entre todos y por esa razón las casas son multicolores, por los colores, acabó convirtiéndose en una atracción turística, me dice.
Pasamos entre los turistas que continúan tomándose fotografías junto a la pareja que baila tango y a las estatuas humanas que, según María, son pagadas por el gobierno para que los turistas vayan allí a tomarse la foto. “¿Dónde querés almorzar?, me preguntó. Desde que bajamos del bondi, sentí el olor a los choripanes, miré con envidia a una familia sentada en improvisadas sillitas de playa junto a una parrilla donde humeaban las longanizas. “Un choripán”. “¿Un choripán?”. “Sí”. “Y bueno, pero vamos a los que hay cerca del estadio”.
Pasamos delante de los bodegones pintados de colores, de la música, las ofertas de parrilladas, tallarinadas… Lo increíble es que al cabo de dos cuadras ya no había turistas. Al mirar hacia atrás los vi apelotonados en las dos cuadras anteriores, pintadas, decoradas y habitadas especialmente para ellos. Lo que había más allá de las dos cuadras era un barrio como cualquier otro, con el señor en pantaloncitos cortos comprando el bife, la señora vitrineando, las jovencitas mirando jovencitos, el niño con la botella de gaseosa, una vecina contando a otra la última copucha, la tienda antigua y la moderna y un gran asador vacío donde comimos el choripán bajo la sombra de un añoso árbol con la música de una radio de fondo. Por la callejuela frente a nosotras pasaba la gente rumbo a su casa, hacía calor y llevaban los brazos y las piernas descubiertas, sus rostros eran morenos, sus cuerpos gruesos, como en Chile, Perú, Bolivia, como en Buenos Aires, cuando quedan atrás las cinco o diez calles destinadas al turismo.
Volvimos al galpón en el que se realizaría la feria del trueque. No había más de cinco o seis mesones con los objetos más disímiles. Imaginé cómo se habrían visto estos hombres y mujeres vestidos con ropas viejas, sin maquillaje ni peinados diez años atrás, cuando a las ferias de trueque asistían miles de personas que vieron en el intercambio una nueva forma de vivir sin dinero, a escala humana. Escucho a un hombre que le cuenta a su mujer por celular que cambió una minucia por otra, mientras ordena las minucias que ese día no va a cambiar. Hay más periodistas, fotógrafos y camarógrafos que truequeros. María los hace formar en grupo para tomar la fotografía que nunca saldrá en el periódico. Parece un grupo de ex alumnos que se reunieron nuevamente después de 30 años de haber salido del colegio para contarse pérdidas y ganancias, el balance de la próstata, el cáncer que se venció y al que se sucumbió, “sonrían para la foto”, manda el organizador, y todos sonríen.
“¿Y ahora, me pregunta María, qué quieres ver?”