Por Cynthia Rimsky
Las puertas del cementerio de Recoleta están cerradas. Los locales en la calle venden las mismas chucherías que en todos los países y personas de todos los países compran un domingo en Buenos Aires con 70% de humedad en el aire. En la plaza San Martín de Tours hay un gigantesco gomero que data del 1800, de más de 15 metros de altura, con una base de 7 metros de diámetro y ramas que llegan a los 25 metros de largo. “Allá por 1791, Don Martín José de Alto Aguirre y Pando, natural de Buenos Aires y agrónomo industrial tenía una quinta que se extendía desde el huerto de los Recoletos hasta el río y hasta lo que es hoy Callao. El primer gomero que plantó con sus 218 años aún sigue en pié y ¡hasta soportó la construcción de un estacionamiento subterráneo a unos metros!”
Hace un siglo, este lugar que los turistas consideran aristocrático y tradicional, fue uno de los últimos refugios de malevos y gauchos urbanos dedicados a la pesca en el cercano Río de la Plata, que vivían en ranchos de madera y paja. Como en el borde de la barranca, era casi imposible construir, la jardinería del final del siglo XIX la transformó en un remedo de París. Cuando los aristócratas dejaron el barrio, los sudorosos turistas llegaron a guarecerse bajo la frondosa sombra del gomero.
Desde que abordé el taxi en el Aeroparque, no dejó de sorprenderme, como cada vez que vengo, los árboles que acompañan las calles; su elevada altura y la frondosidad de sus múltiples y extendidas ramas lleva a que, a pesar del calor, sea fácil encontrar bajo ellos una poco de bienestar. Sabiendo que se trata de una ciudad extremadamente calurosa, los funcionarios públicos han permitido a los árboles crecer con el propósito de que protejan a los habitantes de la ciudad, generando entre naturaleza y urbe una respetuosa convivencia. Sabiendo lo mismo, en Santiago todos los años los funcionarios ordenan podar los escuálidos árboles que ostentan muñones incapaces de dar sombra. Nos han convencido de que lo hacen por el bien de los árboles y del tendido eléctrico. Nada dicen de los habitantes, de su necesidad de sombra, refugio y placer. Los árboles de Buenos Aires dan fe de que se trata de una mentira interesada.
La consideración que tienen con los árboles se extiende al gomero de la plaza San Martín de Tours. Rodeado por una reja metálica que refrena la excesiva curiosidad de los turistas, para evitar que algunas de sus ramas más bajas se partan o den en el suelo, han dispuesto pilares de madera que las sostienen en el aire. Parecen bastones y las ramas, piernas agónicas de un anciano. El cuidado por lo antiguo se extiende no solo a los árboles, los edificios, el empedrado, los cafés, sino también a ciertos menús. Es así como la Antigua Munich, un restaurante alemán cercano, se ufana de preparar el mismo revuelto de gramajo, creado por Artemio Gramajo, edecán del general Julio A. Roca, a quien acompañó durante las dos campañas al desierto, y que lleva papas negras, aceite de girasol, cebolla, jamón cocido, huevos, manteca, sal y pimienta.
Hay en esta ciudad una consideración especial por el paso del tiempo y la memoria de ese tiempo, una valoración de la historia muy distinta a la que hay en Chile, donde el valor está puesto en lo que siempre es nuevo y moderno, en lo que luce impecable por fuera, sin mácula, mancha o huella de uso, a pesar que por dentro sea un material artificial y hueco. En Buenos Aires asoma por todos lados un tiempo de gloria alicaído, avejentado, agrietado. Lo curioso es que en vez de demoler, recubrir o pintar, lo dejan tal cual está. Siendo un país mucho más rico que Chile, con un pasado de gran boato, aristocratizante, no parece molestarles que la ciudad muestre la decadencia al mismo tiempo que la gloria, como si fuesen consustancial la una a la otra.
Sergio Caprín, argentino, que durante años fue propietario de El Toro restaurante en calle Loreto, se enorgullecía de que sus clientes podían volver al restaurante diez años después y los platos iban a seguir siendo exactamente iguales. Los comensales insistían hasta el cansancio en preguntarle cuándo iba a renovar la carta porque esos platos ya los habían degustado una vez.
Así es como en nuestra ciudad todos los días se demuele una nueva calle, un café, un edificio, una casa, un bandejón se reemplaza por materiales modernos de corta duración. En Buenos Aires, las cosas se llegan a caer de viejas. Y antes que se caigan, les ponen un bastón.