Por Cynthia Rimsky
Las personas que conozco son hermanos y hermanas mayores o menores. No conozco hermanos del medio. Ignoro si la medianía establece diferencias. En Los ingrávidos, novela de la escritora mexicana Valeria Luiselli, hay un niño que se llama a sí mismo el mediano. A pesar de que tiene una sola hermana pequeña, se resiste a ocupar el lugar del más viejo y prefiere que le digan el mediano.
En un libro del filósofo francés Jean Luc Nancy, leí una idea que me dejó pensando. Dice Nancy (creo que es él pero puede que haya citado a otro pensador)) que nuestro primer shock corresponde a la conciencia de que nuestro nacimiento no responde al deseo por nosotros. ¿Cómo podrían nuestros padres sentir deseo por nosotros si aún no nos conocen? Los padres no sienten deseo por mí sino por un desconocido que ellos imaginaron, aquel en quien yo debiera convertirme para complacer su deseo. Esa sería nuestra primera decepción. Nunca hubo deseo por nosotros. Cuando nace el mayor, los padres proyectan en él o ella sus carencias y deseos de sí. En la repartición, al hijo de al medio y al menor les quedan menos proyecciones. Recuerdo haber asistido a la circuncisión de un hijo mayor, haber escuchado con espanto cómo el rabino y los amigos del padre arrojaban sobre ese pobre bebé todas las leyes que debía cumplir, todo lo que tendría que llegar a ser cuando creciera, y por primera vez sentí en carne propia la falta de libertad en la que crecemos.
¿Y el hermano del medio?
Estando en el Registro civil, a la espera de que me tocara el turno para sacar pasaporte, me puse a observar a tres niños que esperaban junto a su madre. El mayor debía tener 12 años, el del medio 9 y el más pequeño, 5. La madre tenía que encargarse de los trámites y los mandó a sentarse. Con toda naturalidad el mayor sentó al pequeño sobre sus piernas. Debió pensar que así evitaría que el niño escapara y él tuviera que ir detrás, causando a la madre una preocupación extra. Haber hecho ese razonamiento -anticiparse a un posible peligro, aliviar la desazón de la madre y encontrar para ello una solución- le otorgaba una madurez, una seriedad a su rostro que el del medio no tenía.
Ese pequeño gesto de hacerse responsable por otro, pensar en otro antes que en sí, razonar antes de actuar, establecer una estrategia, eran mecanismos que sin saberlo no va a olvidar jamás. ¿Y el del medio? El niño de 9 años jugaba a tirar un pequeño dardo con un resorte que, tras adherirse a la parte de atrás de la silla que tenía delante, se devolvía impactando su propio cuerpo. Con este artilugio buscaba el mediano despertar la admiración del pequeño, porque la gravedad del mayor tenía su recompensa en la intimidad que lograba con el menor. Imaginé la sensación que podía estar experimentando el más pequeño; la seguridad de estar sobre las piernas del hermano grande, a una altura en la que podía contemplar el lugar sin exponerse a ningún peligro, la protección del brazo del mayor alrededor de su cintura, el olor de ese cuerpo tan conocido, el roce de su barbilla contra su cabeza, el orgullo de ser querido por ese hermano gigantesco al que los padres permitían hacer cosas de adulto. Todo eso y más debía estar sintiendo el pequeño respecto a su hermano mayor. ¿Y el mediano? No teniendo responsabilidades, estaba solo, apartado, ni el mayor ni el menor admiraban sus travesuras. Cuánto hubiese dado por entregar su libertad a cambio de esa intimidad de sus otros dos hermanos, a cambio de la admiración con la que el menor miraba al mayor. Él podía escapar, recorrer todo el segundo piso y hasta bajar la escalera sin permiso, podía ir lejos porque nadie dependía de él, podía actuar a su antojo, sin pensar ni preocuparse, porque no tenía a nadie a su cargo. Pero ellos eran dos y él uno.
La escena me hizo recordar otra que vi en Los Molinos y que narré en Los perplejos. Una familia comía en la costanera una docena de empanadas fritas con una gaseosa de litro. Después de que el padre acabó la número doce, su esposa y la suegra decidieron caminar. La hija más pequeña cogió la mano de su padre y la comparó con la suya. Como se aburría subió a sus rodillas. La hermana mayor contempló con añoranza aquellas piernas fuertes y altas. La última vez que intentó subirse, el padre mencionó que pesaba demasiado y tuvo que bajarse. Ahora no podía dejar de escuchar las risas de su padre y de su hermana menor que, a horcajadas de las piernas del padre, jugaba a dejarse caer hacia atrás. La hermana mayor recordó el olor a loción de afeitar del padre, la fuerza con que esas manos la sostenían para que no cayese de espaldas, el balanceo de sus pies cuando no alcanzaba a tocar el suelo. Ahora todo eso pertenecía a la otra.
Hermanos mayores, medianos, menores, siempre se desea lo que es del otro.