Por Cynthia Rimsky
Faltando algunos días para el Año Nuevo, me encontraba en Buenos Aires cuando comenzó a plantearse el asunto del asado y me vi inmersa en un mundo de carniceros de barrio y cortes escondidos que me recordó mi estadía en un garaje frente a una carnicería, en Pissouri, un pequeño pueblo de Chipre del sur. En el interior había un escritorio fiscal con su silla de cuero, una silla y una banqueta para los clientes, un gran tronco de un metro de altura sobre el cual descansaba un hacha y un frigorífico. Tuvieron que pasar varios días para comprender el procedimiento. La carnicera tejía. Cuando le tocaba el turno al esposo, este leía algún periódico o bebía café. Los vecinos se sentaban a conversar con ellos durante horas. Cuando se iba uno, llegaba otro. Solo al final de la visita, el carnicero o su esposa se levantaba del escritorio, iba al frigorífico, sacaba una pieza de carne, la ponía sobre el tronco y dejaba caer el hacha. Limpiaba el tronco y volvía a sentarse a conversar.
Las carnicerías de Buenos Aires no tienen tronco ni hacha, pero los vecinos conversan entre ellos y con el carnicero como si se estuviesen en la peluquería. Los porteños no solo tienen un café habitual, sino un carnicero del que hablan como si se tratase de un pariente al que deben fidelidad. En la pizarra sorprendo nombres de cortes de los que nunca oí hablar. Siendo las mismas vacas, me extraña que sean tan distintos. Si solo fuera una diferencia de nombres, pero también los cortes son otros. Hay en los argentinos un conocimiento íntimo del animal y sus posibilidades, un saber científico, imaginativo, placentero.
La amiga que me aloja se mudó hace dos años y sigue yendo a comprar a su anterior barrio, al otro lado de la ciudad, en una carnicería del mercado de San Telmo, el puesto 54. Lamentablemente para nosotras, el carnicero ya vendió todas las achuras, como llaman a los interiores del animal. A pesar que es el dueño, el hombre continúa sumergiendo las tripas para fabricar el chorizo en un balde con agua caliente en una mesa en el pasillo. Lo comparo con las carnicerías de Santiago que no pertenecen a una cadena, donde el dueño, apenas alcanza un status burgués, se desentiende de los trabajos manuales que recaen en el último empleado del local. Al carnicero del 54 le complace repetir un ritual que puede realizar a ojos cerrados con la pericia de hace más de 50 años. “Aquí estamos, me dice, resistiendo”. Supongo que se refiere a las carnicerías de los supermercados. Le contara que en Santiago ya no hay casi vecinos que mantengan los negocios de barrio.
En el puesto vecino al 54 sí quedan achuras, pero no asado, así que decidimos volver al día siguiente. “La carne llega al mediodía, véngase como a las cinco”, nos dice el carnicero como si fuese el dentista citando a un paciente. En el intertanto limpiarán la molleja, prepararán los chunchules, las morcillas, los chorizos… porque cada carnicería fabrica sus propios productos y es eso lo que las distingue y las honra.
Esa noche viajamos fuera de Buenos Aires una hora hacia el sur. Villa Elisa es un pequeño pueblo a 20 kms de La Plata, donde unos amigos de mi anfitriona nos dejarán una casa con piscina y un milenario alcanfor. Son tan importantes los árboles en este país que hubo un gobernador que legó a la ciudad de Buenos Aires, no un puente o una carretera, sino que plantó especies en las calles de acuerdo a un plan que hace que desde septiembre a mayo siempre haya alguna en floración. Jacarandás, ceibos, magnolios, palos borrachos, acacias…
El dueño de la casa no quiere oír hablar del carnicero de San Telmo. Para él, el único carnicero es José. “Jamás me ha fallado. Todo lo que tiene es de primera”. Y para demostrarnos que no se trata solo de un carnicero sino de alguien muy íntimo, nos cuenta acerca de la existencia de un corte llamado “el escondido”, que se ubica bajo el hueso de la cadera. “Como es tan chiquito los carniceros lo juntan y se los dejan para ellos. José me los da para mi hija, una delicia”.
A la mañana siguiente vamos en busca de José. Imaginé que sería un viejo experimentado, pero es un hombre joven. “Lo siento, tengo todo reservado desde la Navidad”. “¿Y esos trozos?”, le señaló los que están en exhibición. “No, no están de primera”, contesta, porque un carnicero de barrio jamás engañaría a un vecino o a sus amigos. ¿Cómo haría para mirarlos a la cara luego?
Una vez solucionado el problema de la carne, viene la parrilla. Mientras en algunas partes el dilema se reduce a si se le echa la sal antes, durante o después, en este país un asado es un proceso lento y refinado. La parrilla tiene dos sectores. En uno se hace el fuego con leña y carbón. Del otro lado está la parrilla. Al fuego se lo deja estar hasta que produce brasas, no carbones semi quemados que aún despiden llamas. Cuando hay suficientes, se trasladan bajo de la parrilla y se echa al fuego más carbón. De esta forma, siempre habrá brasas y la carne se asará a una temperatura uniforme. Pero el arte no termina ahí. Las brasas no se colocan al centro, debajo de la carne, sino alrededor, por los cuatro costados, para que mientras se dora por arriba y por abajo, se cocine también al centro. A todo esto ya han pasado sin impaciencias de ningún tipo dos horas.
Después de medianoche, en la ciudad de La Plata existe la tradición de quemar muñecos. A pesar de estar a solo una hora de Buenos Aires, aquí ya se respira la provincia. Llegan el dueño del bar y pool 25 de abril, los vecinos con los que juega brisca, José el carnicero, el panadero, el gomero, el canillita, los hombres sin camisa lucen en la forma de sus estómagos el asado que acaban de cenar.