Por Cynthia Rimksy
En Madrid hay bares tan bellos que me da por entrar al más insignificante: un bar del barrio La Latina, a pocas cuadras de la casa en la que alojo y que no aparece en la lista de lugares que debiera visitar una turista en Madrid. El letrero anuncia que el bar pertenece a la familia Rodríguez. Lo mismo podría ser un circo. El propietario o maestro de ceremonias dispone tras la barra los elementos para la función. Del otro lado, los números artísticos esperan su entrada con una caña. En un cuarto del fondo, sin ventanas, los tramoyas juegan a las cartas.
Una mujer pequeña que debe venir casi todas las tardes, después del trabajo, intenta seducir al único garzón, que también hace las veces de cocinero. Le trae un regalo que debió entregarle el Día de Reyes, se trata de una camiseta con el cuerpo de Homero Simpson pero sin su cabeza. El garzón se la pone ahí mismo e intenta explicar a la mujer por qué no acudió a la cita; sus motivos son inteligibles, pero ella quiere creerle y lo acribilla a contra preguntas. Los argumentos con los que el garzón intenta demostrar que sí fue a la cita, cuando es evidente que no lo hizo, son delirantes, tan delirantes como los intentos de la mujer por creer que él está interesado en ella.
El siguiente número lo protagoniza una mujer rubia despeinada con un viejo abrigo que le queda grande y que, por su conversación sobre el gimnasio, deduzco que alguna vez hizo de acróbata, pero ahora lo que despierta su interés es un nuevo implemento para realizar su viejo número: una toalla que, además de secarse sola, se convierte en un bolsito. La descubrió en una tienda china y con rebaja. Además de la toalla, alaba las virtudes de una plancha de viaje y un neceser del porte de un sobre. Supongo que como se la pasan viajando con el circo, se trata de elementos imprescindibles para sus vidas y por ello, ocupan tanto espacio en su conversación.
En ese momento avisan al propietario por teléfono, desde otro bar, que andan dos policías disfrazados de civil supervisando si hay fumadores. Aquí está estrictamente prohibido fumar. Uno, que parece equilibrista, le cuenta al dueño que hace unas semanas se exhibió en la televisión un programa en el que dos periodistas disfrazados de civiles husmeaban a ver en qué bares se permitía fumar y solo encontraron dos: este y otro más allá. El dueño se enoja, quiere denunciar al programa, a la policía y hasta al funcionario de gobierno que prohibió fumar, por filmarlo sin permiso. Cada tanto el bar se vacía porque todos salen a dar unas pitadas. El dueño comienza a telefonear a los canales de televisión preguntando por un programa sobre tabaquismo en los bares. Ignora cuándo lo transmitieron, a qué hora y cómo se llamaba. Cada vez que lo dejan esperando, vuelve a repetir que los va a demandar y que a él no le importa ir preso, que en su bar se fuma. Y sale a la calle a dar pitadas. Del otro lado de la barra queda el garzón y de este, la mujer que intenta conquistarlo.
Entre las servilletas y los cuescos de aceitunas que cubren el piso, distingo colillas de cigarro. Cuando regresan, el dueño vuelve a telefonear a otro canal. La acróbata cuenta que vive en una pieza horrible y fría. La mayoría viene al bar a calentarse, aunque el dueño no pone la calefacción, y el único calor proviene de los cuerpos. El garzón me cuenta que la crisis no se ve en las calles ni en los bares, que he visto llenos, sino al interior de las casas. “La gente no puede pagar las hipotecas y debe vender todo lo que tiene. No pueden pagar los alquileres y ya no encienden la calefacción”.
Como la función demora en arrancar, los tramoyas se van. Al cuarto de al fondo llega un hombre muy delgado, de seguro el traga espadas, pide un plato de comida y dos bebidas de naranja al mismo tiempo. Cuando termina de beber las botellitas, pide otras dos. Llega la mujer fuerte con un pesado maletín. En el día trabaja en el teatro de La Latina. De noche se dedica a soldar. Hace dos años, de seguro el circo no iba bien, hizo un curso. Le enseña al garzón las herramientas que guarda en el maletín. El garzón, que también sabe soldar, elogia la máquina pero encuentra que necesita otra soldadura. La mujer fuerte viene de soldarle la silla a la dueña del kiosco y, como aún tiene energías, le pregunta al dueño del circo si tiene algo qué soldar.
La mujer que busca conquistar al garzón se encuentra con que le llegó competencia y se despide sin haberle arrancado una fecha para una nueva cita. Un cartel en el muro dice: “Nuestros boquerones en vinagre han sido tratados con las 48 horas de congelación reglamentarias para la destrucción del Anisakis”. El maestro de ceremonias comienza a entregar los vales. Los números del circo rebuscan al fondo de sus bolsillos: una noche más sin función, los bolsillos adelgazan. “Y si viene la policía que me lleven, grita el dueño, en este bar sí que se fuma”.
Y salen todos a fumar a la calle.
No es un bar antiguo ni bello como los que hay por todas partes en Madrid, pero no hay duda que es un bar madrileño.