Por María José Eyras
Ya las seis, es la hora en que quedé con Tununa. Detrás de las ventanas, la tarde se rinde a la noche que avanza a pasos largos. Los carteles titilan. El mozo deja sobre la mesa mi mate cocido. Seis y cuarto. La oscuridad se aprieta alrededor de la isla de luz de El Colonial como un puño. ¿Vendrá ella?
Hojeo sus libros. Vuelvo a las primeras frases del cuento en que una mujer, al tiempo que ordena, limpia la casa y prepara una sabrosa comida, se entrega a un ritual de erotismo en completa soledad. Antieros lo ha titulado Tununa. Por este cuento estoy aquí. Desde que lo leí se quedó en mi memoria. Echó raíces. Cuando siete años más tarde decidí darlo a leer a mi vez, de su mano llegué a Canon de alcoba, y en la librería del barrio conseguí La letra de lo mínimo. Una producción acotada, pensé. Pero fue abordarla y comprobar que en los límites de esa obra cabía una suerte de Rulfo, mujer y argentina.
Seis y media. Tununa no aparece y el grupo ya estará esperándonos. ¿Qué voy a hacer? ¿Será que lo soñé y ella nunca me dijo que sí, que vendría a un encuentro con lectores, entre mensaje y mensaje por la red? Pero no, estoy despierta y sólo se trata de un posible, banal plantón. Siempre hay una primera vez, una invitada podía fallarme. Quién me manda a confiar en un cuento, a dejarme llevar por la seducción de su artificio hasta esta tarde de mayo, a esta esquina de Perú y Belgrano, sola y mi alma cuando cae la noche.
Pasan los minutos, siguen pasando. Nada. Necesito un plan b, me digo. Podría recurrir al video de Canal Encuentro donde entrevistaban a Tununa en su casa junto a Noé Jitrik. Yo los miraba a ellos, ella lo miraba a él. “Ah, se va a untar una tostada”, le decía con satisfacción maternal. Qué envidia aquella pareja a la mesa, la ternura del amor perdurable, la compañía hasta el fin del camino, sí, pero por sobre todo, bajo esas paredes y ese techo, estrellada de miradas cómplices y silencios en sintonía, qué añoranza de la conversación cuando hay afinidad y es profunda, también artística e intelectual. En eso pensaba mientras que, a la par de Noé, yo también apuraba una tostada, sola, en la cocina.
Salgo a la calle, me asomo a la avenida Belgrano, miro por Perú hacia un lado, hacia el otro. Tununa no aparece. Vuelvo al bar. El plan b podría ser leer con el grupo “Punto final”, el texto que acompaña esta espera con sus analogías entre el bordar y el escribir. ¿Qué haré?
Siete menos cuarto.
–Aquí estoy, vestida y sin visita– confieso a la gente.
Entonces recuerdo que, entre sus mensajes, Tununa me dejó un teléfono. Tal vez esté en su casa, acaso viva cerca, me ilusiono. Pero nadie responde.
–Mejor– dice el asistente. ¿Mejor?
Llevamos la computadora a la sala. La escena que se avecina –el grupo apiñado, asomando las cabezas para tratar de ver a la autora en la pantalla de una portátil en lugar de la prometida entrevista– desalienta. El asistente atiende el portero eléctrico.
–Llegó– me dice.
Respiro, me alivio, me tranquilizo. Ya no importa la espera ni que se hayan hecho las siete. Jadeando, escaleras arriba, la mujer que escribió Yo pulso las teclas y digo yo sobre la línea, pero casi instantáneamente ese yo es otra, la misma que compartió tiempo y espacio con Rodolfo Walsh, que estuvo en el exilio en Francia y en México, que dice vivir en perpetuo estado de memoria, se disculpa, agitada. Es menuda, morocha, tiene rasgos de pájaro. Viste un saco rojo sobre callada ropa negra. Viene de la Feria del Libro y me cuenta del tránsito, de los nervios de Noé cuando lo culpaba de la tardanza. ¿Tununa haciendo maritales reproches al gran crítico? ¿Noé, irritado y al volante? De pronto la pareja toca tierra, abandona el parnaso y deviene de carne y hueso. Alterada, sedienta, Tununa toma algo. Ahora sí está dispuesta a la conversación.
Presentaré el ciclo, recordaré el objetivo, leer y difundir a nuestros autores rioplatenses, tanto consagrados como nuevas voces; Vos estás entre las consagradas, diré, y ella: Ay, no me digas eso. Y será el primer fulgor de una posición: Tununa no sólo no concibe aún la propia trascendencia, tampoco parece importarle ocupar un lugar en el canon (Yo entro a pesar mío, dirá luego), ni producir y producir, ni el éxito, menos aún las ventas. A veces escribo, después pasa… después vuelve… La pregunta más horrible que pueden hacerle a un escritor es :¿estás escribiendo? La afirmación enciende una linterna en la oscuridad. Tununa destaca lo persecutorio, lo obsceno de la pregunta. Nos hace reír, da en el clavo, ve más allá. ¿Por qué hay cosas así, tan obvias y en las que no reparamos hasta que una inteligencia las señala?
Sus palabras nos transportan al jardín de su casa en Córdoba. Está ahí, hay una mesa bajo una parra, escucha a los pájaros y dibuja. Dibuja, Tununa, y sigue su daimon, así en el trazo como con la palabra. Sin propósito, sin cuestionamientos ni metas: No soy de esos escritores que se proponen hacer una carrera literaria. Cómo decirlo: cuando escribo es igual que cuando dibujo; hago un árbol y no pienso: este árbol lo voy a publicar… reímos una vez más…
La invito a leer la breve biografía que preparó en 1993 a pedido de Primer plano. La revista había propuesto a varios escritores redactar una noticia sobre sí mismos en forma de entrada a una imaginaria enciclopedia del año 2000. ¡Y ya estamos en el 2015!, exclama con la frescura de un asombro infantil. Cruza las piernas, las sube sobre el asiento, y con ese desparpajo y el dejo cordobés en la voz, nos contará de su última pasión, la música. Se asombra de haberla mencionado ya en aquel texto como una premonición. A ver, releé esa frase, por favor. Obedezco: “Murió nonagenaria, en uso de sus facultades, dejando viudo a su esposo centenario, el escritor Noé Jitrik, a quien encomendó la ciclópea tarea de reunir en libro un grueso disco rígido, cargado de textos fragmentarios en los que quiso decir un imposible, la música. “¡Ya está La música! la mencionaba en ese ensayo, qué notable”, nos mira.
No hace mucho, cuenta, luego de escuchar con fascinación un ciclo de piezas contemporáneas, alentada por un amigo, decidió comprar un teclado. Rememora cómo asistió a clases con gran sacrificio (sufría de la columna, debía tomar un largo colectivo hasta la casa de su maestro), cómo incursionó en la composición y cómo tuvo luego un problema de salud que le impidió continuar. Se conmueve, vacila. Si sigo hablando de esto me voy a poner a llorar… Va a quebrarse, acudo, propongo enseguida cambiar de tema. Están los libros sobre la mesa. Tomo Canon de Alcoba, menciono nuestra lectura de “Antieros”. Ah, ese cuento, lo publicaron por todas partes, dice con ligereza. Tan singular, “Antieros”. Escrito en infinitivo, como un manual de instrucciones: “Comenzar por los cuartos. Barrer cuidadosamente con una esponja mojada el tapete […] Sacudir sábanas y cobijas y tender la cama. La colcha debe cubrir la almohada, bajo la cual se pone el pijama o el camisón del durmiente” continúa hasta terminar con la limpieza y el orden de la casa, y luego de poner al fuego una comida plena de especies y sabores , se indica “dejarse invadir por la culminación en medio de sudores y fragancias”. La protagonista es cualquier mujer, todas las mujeres. Es Hestia y Afrodita enredadas. Aunque no me refleja ese poder bastarse sola del personaje, no me quiero así, anhelo ese estado de libertad.
Tununa dice que se la ha etiquetado “autora de literatura erótica”, se lamenta de que la crítica haya obviado la dimensión política de sus textos. Se explaya sobre esta faceta que recorre su escritura como la memoria y el erotismo. Nos cuenta de las primeras luchas de los intelectuales por los derechos humanos, allá en los años setenta, cuando matan a Ortega Peña y se inicia el macabro ciclo de la desaparición de personas en nuestro país. Nos lee el relato que habla de él. Responde a las preguntas, a las evocaciones que la lectura de sus propios escritos le traen, con lucidez prodigiosa.
Hay gente que quiere pertenecer a un edificio que llaman el canon, yo no. Yo entro a pesar mío. La escritura, para mí, es otra cosa. Se escribe desde una instancia muy libertaria, que no está atada a un canon. Sin embargo, yo he vivido toda mi vida al lado de un escritor. He estado vinculada a la literatura de manera cotidiana. De pronto, en el desayuno, compartimos un párrafo, un poema que Noé se acuerda, son momentos epifánicos. Porque si no, estamos apurados por ver lo que vamos a comer, lo que él llama La Domestíada. Reímos. A Noé lo vienen a ver todo el tiempo, dice. Él está preparando una historia crítica de la literatura argentina en varios tomos, hay colaboradores, un equipo que frecuenta la casa. Yo, en cambio, estoy metida en una especie de isla aparte. Y cuando soy convocada, digo que sí, aquí estoy, y me echo un texto. Soy una persona que escribe porque le mandan.
Un lugar, el de Tununa, un estar un paso atrás, en un plano desde dónde bucear la profundidad de su propio océano.
El encuentro termina con la clásica foto: la invitada rodeada de los lectores. Relajada ahora, con su saco rojo, está allí con actitud agradecida y es evidente, una vez más, que aún puede ser feliz como una niña. ¿Cómo lo ha logrado? Sospecho la razón: el lugar desde donde escribe, ese no necesitar pertenecer a listas ni hacer “carrera”, otra vez, la libertad.
“Un día cualquiera, en un momento de mi escritura, enuncié: “Escribo mi caja”, reuniendo sólo en tres palabras mi hacer y mi deshacer cotidiano (…) La caja no se abre, ni uno entra en ella. Quien escribe es la caja, es su caja y está en ella a designio.”
Evoco mi inquietud en El Colonial, los miedos previos. Ahora que la entrevista ha transcurrido, ha salido bien y además, la gente va a decirlo, conocimos a una persona extraordinaria, retrocedo una vez más a aquel día en que leí por primera vez “Antieros”. Perduran la atracción, la resonancia, la obstinación en la memoria. Cobra sentido, entonces, la espera. Y llego a la puerta de mi propia pequeña felicidad. Es mínima y sin embargo. A veces no es preciso un libro –un libro entero– para tener la fortuna del hallazgo. Por el camino de la lectura, en ocasiones como ésta de “Antieros”, basta dar con un cuento. Uno solo. El cuento que insiste.