Por Cynthia Rimsky
Una de las nostalgias de quienes han de marchar, obligados o voluntarios, de su país de nacimiento, es la comida. No creí cuán fuerte podía llegar a ser este extrañamiento hasta que en Lisboa me hablaron de un supermercado ucraniano. Pensé que se referían a un almacén en el barrio donde estos nacionales viven o al anaquel de un supermercado que además tiene un sector de productos árabes, alemán… pero no. Era un supermercado y todo, absolutamente todo, venía de Ucrania. A pesar de que mis abuelos llegaron adolescentes a Chile y desde entonces nunca más comieron productos ucranianos (en esa época el mundo estaba lejos de ser global), me emocionó encontrarme cara a cara con la salsa de rábano picante, el pescado salado, la crema ácida, los pierogi… Hay en la sangre un misterio que seguirá sin descifrar aun después de decodificar el ADN.
Los ucranianos, entre 120.000 y 150.000, tienen en Lisboa un periódico en ruso llamado Slovo (Palabra) y un supermercado; la lengua y la comida mantienen su vínculo con la tierra natal. Recorriendo la ciudad me pregunto dónde se encuentran, por qué no los veo. Por azar llego a la plaza de la Intolerancia (en conmemoración de los judíos asesinados en la II Guerra) y me encuentro con que allí se reúnen los inmigrantes de Brasil, Cabo Verde y otros países de África. Igual que los peruanos en la plaza de Armas en Santiago, teniendo toda la ciudad a su disposición, se aglomeran en el punto de la intolerancia.
El tren que cruza los arrabales, las ciudades satélites, los pueblos que se convirtieron en suburbios, dejar ver que es allí donde residen. No es para ellos el casco histórico, los museos, el café en el que escribía Pessoa, las callecitas de Alfama, la Baixa. Ocupan edificios promiscuos, con pequeños departamentos que podrían estar en las afueras de cualquier ciudad del mundo; cogen el tren de la mañana para ir al centro. La estación queda a un par de cuadras de la plaza de la Intolerancia.
En Barcelona los inmigrantes árabes viven en el barrio Chino y los dominicanos en Nou de la Rambla. El hijo pequeño de mi anfitriona va a una escuela donde los hijos de catalanes son minoría. Es amigo deuna niña africana adoptada por una catalana casada con un hindú, un niño africano adoptado por una catalana soltera, un niño marroquí… De los siete días que paso en su casa, siete mañanas intenta convencer a su madre de que no puede ir al colegio, por enfermedad, por pena, porque no hizo las tareas o su madre no le compró el mapa de Oceanía. Todas las noches mi anfitriona le lee un capítulo de un libro de aventuras por territorios ignotos; al volver del colegio el niño viaja hacia allá con un madero como espada y los cojines por escudo. Todas las noches ella se duerme antes de acabar el capítulo y él sonríe con los ojos abiertos. Mi anfitriona añora el día en que su hijo aprenda a juntar las letras. Pero eso no ocurre.
Mi anfitriona me cuenta que ha comenzado la época de los calcots. Los catalanes tienen un plato que solo cocinan una vez al año y que se degusta en los paradores de las afueras; familias, grupos de oficina, vecinos. Intento descifrar qué son los calcots. Logro entender que es una especie de puerro asado directamente sobre las brasas y que se embebe en una salsa; para no ensuciarse cada comensal usa un babero y guantes.
El domingo por la mañana mi anfitriona encuentra un parador al que le quedan dos raciones, 16 calcots. Como llegamos antes, visitamos el asador. Para mi sorpresa, los calcots son apenas unos cebollines. Mi segunda sorpresa es que el cocinero es un inmigrante italiano y el garzón, un uruguayo; mientras asan, uno añora el risotto de radicchio y el otro el chivito.
Ungidos con los guantes plásticos y los baberos, arrancamos la hoja de más afuera que está carbonizada y los embebemos en una salsa que contiene tomate, aceite de oliva, almendras, ajos, avellanas, pan seco y un ingrediente misterioso que nadie revela. En este ambiente festivo, conversamos de la crisis. El padre del hijo de mi anfitriona tiene miedo; hasta los 50 años pudo vivir de dar clases y filmar documentales. Ahora esto ya no es posible, tiene un hijo y siente temor y temblor de no poder mantenerlo. Me cuentan que los inmigrantes están volviendo a sus países.
A la mañana siguiente me despierta el grito de mi anfitriona, salgo de la cama y me encuentro con que su hijo, misteriosamente, ha comenzado a unir las letras. “Estás leyendo”, lo abraza emocionada su madre. ¿Qué pasó por la noche que habiéndose acostado sin saber leer, se levantó sabiendo? Nunca lo sabremos. Dentro de 20 o 30 años, en el país en el que se encuentre, por muy lejos y/o desconocido que sea, cuando quiera recordar el país en el que nació, evocará las letras que aquella mañana unió por primera vez, todavía con el sabor de los calcots que un asador italiano junto a un mozo uruguayo le prepararon en un restaurante al borde del camino un domingo de febrero en el que su padre temió que no lo lograría.