Por Cynthia Rimsky
De paso por el centro aprovecho de visitar a una persona con la que me tocó trabajar de cerca hará unos cinco años y lo encuentro desmejorado. En esa época su oficina era amplia y contaba con un ventanal que miraba hacia la Alameda y a través del cual paliaba el aburrimiento que le provocaban los papeles que debía revisar a diario y que constituían la mayor parte de su trabajo. Sin embargo, no se quejaba; “podía haber sido peor, decía, mis compañeros de escuela ni siquiera tienen la posibilidad de una jornada completa donde, a veces, incluso puedo influir para hacer cosas mejores”.
Lo último que supe de él fue que el gerente, un tipo de lo más chic que se ufanaba de viajar continuamente a Nueva York, de donde provenía su vestuario, hizo un desfalco y a su reemplazante lo despidieron por husmear las cuentas de los que estaban más arriba del gerente. Por un amigo en común supe que hubo una tercera gerente que intentó hacer las cosas bien y que por alguna razón fue reemplazada por un cuarto.
No sólo él estaba desmejorado, también su oficina. En vez de la amplia habitación con vista a la Alameda, trabajaba en un cuchitril de dos por tres sin ventanas, con una luz blanca y cruda. Los papeles que debía leer ocupaban las sillas, el piso, los estantes. Se notaba que no recibía visitas. No había lugar para ellas. Su rostro presentaba un color cetrino que databa de meses o años y, a pesar que seguía delgado, lucía esa adiposidad característica de los ansiolíticos y anti depresivos. Se le marcaban las venas de la nariz y me pregunté si acaso estaba bebiendo demás. No tardó en contarme la delicada situación por la que atravesaba: el nuevo gerente había despedido a todas las personas que entraron con él a la empresa, salvo a él y no por falta de deseo: despedirlo le salía muy caro. Al gerente no se le ocurrió otra estrategia mejor que acosarlo con el propósito de obligarlo a renunciar. Lo había trasladado de oficina, le daba el trabajo que nadie más quería hacer, en el doble de cantidad, y con plazos imposibles de cumplir.
Le pregunté cómo soportaba. Me contó que había consultado con un siquiatra. Tomaba una píldora para levantarse, otra después de almuerzo para soportar el stress y una tercera a la noche para conciliar el sueño. Llevaba así más de un año. Los nuevos empleados no le hablaban. Como no tenía tiempo para ir a almorzar, comía una colación en el cuartucho. Su esposa se quejaba de que pasaba los fines de semana durmiendo, casi no veía a sus hijos y, cuando los veía, no sentía nada por ellos. “Son las píldoras, me han vuelto insensible, nada me importa, pero no me va a ganar, tendrá que echarme, no le voy a regalar mi indemnización, me la he ganado, me corresponde por ley”.
Le pregunté a cuánto ascendía la indemnización. Cuando me dio la cifra, le pregunté si valía la pena que su familia y él pasaran por esto y quizás por mucho tiempo. Insistió en que con las pastillas sería capaz de soportar el tiempo necesario. Me fijé que ya tenía algunos tics. Intenté cambiar de tema, hablar de lo que antes nos unía, pero no podía sacarse de la cabeza la idea fija de la indemnización. Quise decirle que para cuando la recibiera, ya no tendría fuerzas para disfrutarla, que la mitad se le iba en el siquiatra, las pastillas y, si seguía así, en el divorcio, el sicólogo de los hijos y por qué no, en el tratamiento contra el cáncer o cualquier otra enfermedad que se estaba ganando.
No supe quién ganó: si el gerente o él. Desde entonces me he encontrado con varias personas en la misma situación: siendo demasiado caro echarlas, los gerentes empiezan a acosarlos para que renuncien o acepten un arreglo. En otros casos, he conocido personas que ya no soportan su trabajo, sea porque la empresa se trasladó a más de una hora de viaje en transporte público, porque cambió de orientación o de equipo de trabajo, comienza a costarles tanto esfuerzo ir diariamente a la oficina que acuden a un psiquiatra para que los medique. Muchos de ellos, la mayoría, podría encontrar otro lugar de trabajo y mejores condiciones o al menos un cambio, un nuevo aire, pero se niegan con justa razón a perder la indemnización legal. Los he escuchado soñar con todo lo que harán y comprarán cuando ese dinero les llegue. Desconozco si alguno ha conseguido cumplir sus sueños, si la espera realmente vale la pena, si la salud perdida se recupera en un santiamén.
Siendo un derecho laboral justamente ganado, el sistema ha convertido a la indemnización en una cárcel en la que nos debatimos de espaldas a la puerta cerrada, pero sin llave.