Por Cynthia Rimsky
Quizás peco de obsesiva, pero he estado preguntándome qué oculta la nueva ley de alcoholes. Me cuesta aceptar que al gobierno lo anima una honda preocupación por la vida de los ciudadanos que gobierna. De ser así su preocupación primera tendrían que ser los estafados por la colusión de los monopolios, léase AFP, Isapres, productores de pollos, de medicamentos; etnias indígenas a los que las empresas forestales arrebataron sus tierras, víctimas de la represión en Punta Arenas, estudiantes discriminados y endeudados, comunidades afectadas por malls construidos indiscriminadamente, trabajadores con estrés por incumplimiento de normativas laborales, damnificados por las constructoras a causa del terremoto… El número de afectados por el modelo económico es mucho más alto que el de los fallecidos por manejar en estado de ebriedad. Y el gobierno está lejos de dictar una ley que prohíba desigualdades e injusticias.
¿Por qué entonces dictó esta ley de tolerancia cero? Los propietarios de locales nocturnos aseguran que la ley va a terminar con el negocio. Eso significará cesantía y disminución de la actividad económica, dos aspectos contra los cuales este gobierno dice batallar por sobre todos los demás. Los empresarios deben estar equivocados, sangran por la herida, son alarmistas. El gobierno no busca con esta ley anular la vida nocturna, sino que los bebedores se abstengan de conducir. Si está en lo cierto, en cada grupo tendría que haber un abstemio que repartiera a los demás. Este ser debiera reunir tres cualidades; no beber, tener automóvil y estar dispuesto a pasar al menos una hora conduciendo de casa en casa. Si no tuviese auto, alguien podría facilitarle uno, entonces tendría que ir a dejarlo al día siguiente o el dueño del auto pasar a recogerlo. Si el grupo decidiera contratar un servicio de recogida, el costo de una salida nocturna, que muchas veces considera una baby sitter, se incrementaría al menos en un 30 por ciento, y ese 30 por ciento no volverá a salir de noche.
Pero eso no es verdad, dice el gobierno, pues existe el transporte público. Empresarios y usuarios dicen que no es así. Desde que se implementó el Transantiago corren muchos menos buses por las noches y solo los troncales. Solo los ciudadanos con auto y los jóvenes acostumbrados a caminar, podrán seguir sosteniendo el mismo ritmo de vida nocturna.
¿Cuál es entonces el propósito del gobierno? Sumando, relacionando, asociando declaraciones, intenciones, admiraciones, busca lograr con esta ley que los ciudadanos permanezcan toda la noche en su casa o que al menos vuelvan temprano. Es lo que ha ocurrido en Estados Unidos; como bares y botillerías cierran temprano, quienes desean seguir bebiendo lo hacen en su casa. Esto no ha disminuido los accidentes de tránsito ni el alcoholismo, que ahora lo sufren a puertas cerradas, hijos, cónyuges y desconocidos que reciben disparos a quemarropa cuando eventualmente uno de estos ciudadanos enloquece. Lo que sí ha conseguido la ley es dejar calles y ciudades vacías.
El gobierno tiene la ilusión de que así disminuirían los problemas de orden público, asaltos, robos, prostitución… Y sería esa la palabra que se esconde al fondo de esta ley: el orden. Este gobierno parece obsesionado con el orden, no con cualquier orden, sino con ese que busca inmovilizar a los ciudadanos. Cuando escucho a algunos funcionarios y dirigentes de la derecha, tengo la impresión de que su único problema son los ciudadanos. Si no fuera por nosotros, ellos podrían aplicar al pie de la letra sus ideas, pero estamos nosotros. Y algunos no pensamos como ellos, tenemos otras ideas, otras necesidades, y causamos problemas.
¿Para qué deseamos salir a beber de noche? ¿Por qué no nos quedamos en casa, nos acostamos temprano y nos levantamos más temprano? ¿Por qué no nos basta con trabajar, comer y dormir? ¿Por qué necesitamos juntarnos con otras personas, conversar, discutir, expresarnos? Cuando eso ocurre siempre hay problemas, parecen pensar las autoridades, y ellos no quieren tener problemas. Somos un problema para ellos. Beber, salir de fiesta, bailar, no es conveniente para personas como nosotros, sin criterio formado, personas que pueden darse cuenta en una noche loca de alcohol y festejo que la vida no es solo acatar, trabajar, endeudarse, consumir.
La ley de alcoholes nos lo dice bien claro: quédense en casa, beban en casa donde nadie los vea, donde no alteren el orden. Las calles son para ir de la casa al trabajo y volver. Las calles son para ir al mall, a entretenimientos pagados. A veces me da pena ver lo desesperados que están los funcionarios de gobierno y los dirigentes de la derecha cuando constatan que si no fuera por nosotros, su proyecto para nosotros sería perfecto. No los hagamos sufrir. Quedémonos en casa, tengamos muchos hijos, veamos mucha televisión, desconfiemos de los otros, discriminemos a los indígenas, a los pobres, a los mal vestidos, salgamos a la calle solo para ir a trabajar, consumamos, endeudémonos, obedezcamos las reglas de las empresas para que lucren tranquilos; si no fuera por nosotros, ellos no tendrían ningún problema, este sería un país igual a Estados Unidos, hagámoslos felices, para eso los escogimos.