Por Cynthia Rimsky
Es la quinta vez que vuelvo a Buenos Aires en menos de seis meses. Algunas veces son cinco días y otras dos o hasta tres semanas. Desde el primer viaje me pregunté cómo se conoce una ciudad a la que uno volverá con frecuencia. Estando en el aeropuerto, a la espera del embarque, una encuestadora de Sernatur se acercó a un hombre de unos 50 años, para preguntarle sobre su estadía en Santiago. El empresario le contó que hace 18 años que cruzaba la Cordillera debido a que su empresa tenía aquí una filial. A veces venía de lunes a jueves y, en ocasiones como esa, llegaba la noche anterior y se iba al día siguiente.
La encuestadora le preguntó qué lugares había visitado en esta última ocasión. El empresario le contestó que un automóvil de la empresa lo recogió en el aeropuerto y llevó a la oficina. Pasó la noche en un hotel y a la mañana siguiente nuevamente a la oficina y, en el mismo automóvil, al aeropuerto. “Me gustaría saber si en estos dos días hizo algo imprevisto, que no tuviera agendado”, preguntó la joven. “No, nada”, escuché decir afablemente al hombre.
La encuestadora, que marcaba las respuestas en un I pod, se puso frente a la pantalla que anunciaba las salidas, supongo que marcaba el vuelo y el horario del avión. Sentí curiosidad por saber si la última pregunta de la joven producía algún cambio en el empresario. No es irrelevante que a uno le pregunten si hizo una cosa inesperada y la respuesta sea: ninguna, pero el hombre cogió su móvil. Aparentemente la pregunta no le provocó duda alguna sobre su manera de vivir una ciudad extranjera.
Las primeras veces que fui a Buenos Aires intenté conocerlo todo. ¿Conocer qué? El centro histórico, Palermo viejo y Palermo Hollywood, La Boca, barrio Norte, el Abasto, la Costanera, San Telmo, el Jardín Botánico, barrio Once… Como tomar el Metro significaba dejar de ver demasiadas cosas, averigüé los números de los bondi que llegan a cada lugar, dónde debía tomarlos y dónde bajarme. Comencé por Palermo porque me podía ir caminando. Me encontré con restaurantes, boutiques, calles, árboles, casas y edificios. Tampoco eso era conocer. A menos que conocer fuera mirar restaurantes, boutiques, calles, árboles, casas y edificios. Creyendo que el problema era la elección del lugar, tomé un bondi y me fui al Abasto y a San Telmo. A diferencia de la primera vez, me puse a comparar, diferenciar, clasificar… esto se parecía más a conocer una ciudad pero resultaba sumamente cansador pasar tantas horas en bondis para llegar a otras calles. Mis amigos intentaron ayudarme, mostrándome sus bares, sus “picadas”, sus librerías, sus cafés. Conocí más la ciudad pero seguí sin habitar la ciudad.
Me pregunté cuál podía ser la diferencia entre conocer y habitar. La respuesta llegó de manera imprevista. Venía en un taxi desde el aeropuerto a la casa donde me quedo cuando estoy allá. Era de noche y me sentía cansada. Las calles habían perdido el ajetreo desordenado, porque una de las cosas que hace adorable Buenos Aires, en comparación con Santiago, es su desorden. Observaba por la ventana los restaurantes, las boutiques, las calles, los árboles, las casas y los edificios, cuando reconocí el antiguo edificio que se cae a pedazos frente a la plaza del Congreso, y recordé la historia que a propósito del edificio me contó Gonzalo León. Pasamos por el bar con el nombre de mi padre y al que no entramos porque las cervezas estaban caras; recordé que unas calles atrás estaba el restaurante peruano al que me llevó María Aramburú un sábado por la noche y, mientras esperábamos mesa, bebimos pisco sour en la vereda. Entreví el negocio donde compré café en grano y la calle de la verdulería en la que compran las ortodoxas judías y que efectivamente es más barato. A estas alturas sentía el corazón encogido por la emoción y, a pesar que mi casa está en Santiago, sentí que volvía a casa. La pizzería a la que fuimos a las tres de la mañana con hambre (y me pareció increíble que a las tres de la mañana hubiese en el barrio una pizzería abierta), el edificio Cavanagh que todos los atardeceres parece entrar en llamas, el café al que siempre he querido entrar y nunca encontré abierto a la hora que fui, la plaza donde me senté a terminar de leer El Tilo de Cesar Aira, el almacén de los chinos de la esquina, las historias de los chinos y coreanos que manejan los almacenes de la ciudad.
Los lugares a los que se va expresamente a conocer se terminan olvidando, no quedan fijados en la memoria porque no hay acontecimiento emocional que los prenda. Tal vez habitar no sea conocer sino reconocer los lugares que nos han mostrado o hemos visto ya, cuando no teníamos consciencia de que ese local en el que compramos el café que luego disfrutamos con un amigo o la esquina donde terminamos de leer un libro que nos gustó, terminarán siendo los lugares que sentiremos nuestros en la ciudad extranjera que nos empeñamos con tanto ahínco en conocer.