Por Caty Galdeano
El viernes hablé de vos con una amiga en común, aunque más tuya que mía, la Lujanera. Fuimos a comer a la zona de los restaurantes españoles, por la calle Hipólito Yrigoyen, y entre copas del vino de la casa me contó lo lindo que fue el viaje que hicieron juntos al Cañón del Colorado. Llegaron en medio de la noche, ella exhausta de manejar, y no se veía nada. Te pidió que bajaras a ver si encontrabas un puesto o alguien que los llevara a la parcela, así que saliste del auto y de inmediato sentiste el vértigo de escuchar que la puerta se cerraba herméticamente detrás tuyo. ¿La Lujanera tiene miedo?, te preguntaste. Caminaste a tientas, tratando de aguzar tu parte animal, esa zona de los sentidos que te protege de los pensamientos y sólo está abierta al mundo. Aunque te haya jugado malas pasadas (sos ese animal que cayó en la trampa varias veces, y sobrevivió), esa es la zona que activaste, la única compatible con el tipo de pensamiento que te interesa, el que no cuaja en sentencias razonables, como las que decoran los sobrecitos de azúcar o los días de la semana en los almanaques viejos, sino apenas en fragmentos de sentido o en ideas fijas que pueden arrojarte al pánico. En la oscuridad, empezaste a distinguir siluetas en movimiento, entre arbustos tal vez (pensaste en coyotes, en el correcaminos), pasto bajo tus pies, ningún puesto a la vista, y de pronto la sensación de que el suelo descendía levemente. La luna te puso ante la evidencia de la hondonada, y la hondonada te mostró una de las caras de ese abismo que se multiplica en diversos miradores: estabas al borde del cañón, uno de los tantos bordes, un paso en falso y habrías caído. Volviste al auto, y te sorprendió encontrar a la Lujanera, siempre tan temeraria, inquieta y nerviosa, más que vos. Te golpeó el descubrimiento de saberte calmo, como si ya hubieras vivido ese momento: la familiaridad extrañada del déjà vu.
La Lujanera, lo sabés muy bien, es de tranco largo para hablar: una vez que empieza es difícil pararla casi tanto como seguirle el hilo. Habló de la familia de alemanes que hacía un picnic en uno de los recorridos del cañón y que los invitó con vino y fiambres. Desde entonces, ellos fueron para vos los “padres alemanes”, los que más tarde, ese mismo día, los salvaron de la noche y la completa desorientación. Ustedes habían salido sin el auto, ya estaba oscuro y no sabían cómo volver. Entonces aparecieron los padres alemanes y, así como esa tarde los habían llamado para compartir la comida, por la noche los subieron a su camioneta y los depositaron sanos y enteros en el linde de la parcela. Mientras ustedes caminaban hacia la carpa, unos franceses, inquilinos de la parcela vecina, degustaban quesos, ensaladas, vinos, entrechocando copas de cristal y riendo. El murmullo se atenuó cuando los vieron pasar. Te chocó el aislamiento gourmet de esa familia, que los miraba con desprecio porque ustedes eran erráticos, desprolijos, frágiles. Los padres alemanes no necesitaban anteponer defensas ante ustedes; los franceses, en cambio, recelaban, como si supieran de ese fondo marginal de los dos.
Iríamos por las natillas cuando me contó que volvieron a Los Ángeles dando un rodeo por rutas menores que ella no conocía pero que te entusiasmaban porque para entonces eras el personaje de una road movie del desierto, sudado y reponiendo el agua de la cantimplora a cada rato. Hicieron un mal cálculo del combustible y las distancias, y así llegaron, sofocados, a un punto del mapa en el que esperaban encontrar una estación de servicio y un pequeño pueblo, pero donde no quedaba nada. Faltaban los rollos de papel y basuras arremolinándose, arrastrados por el viento seco, para terminar de componer la escena de un pueblo fantasma. Vos te reíste, pueril, y la Lujanera te odió por llevarla a esa situación y disfrutarla como un irresponsable. Se sentía la tensión en el interior recalentado del auto, sin aire porque había que ahorrar combustible. Pero no estabas disfrutando: apenas intentabas ponerte en el papel que correspondía, y descubrías que ese brete desesperado se aligeraba un poco si lograbas convertirte en un vaquero afiebrado que simplemente trataba de superar el trance como fuera. Veinte kilómetros más adelante llegaron a Amboy y se arrojaron a las puertas del primer motel que apareció. Dos cosas te dieron una alegría inmediata, animal: en la explanada de cemento que se abría ante la hilera de habitaciones había una pileta de natación, y más allá, un local de comidas rápidas que servía el típico desayuno americano. Compartieron cuarto por una cuestión de elemental economía. Los dos vivían en una red de intercambios que, como sacada de la picaresca, por épocas admitía desentenderse del centavo y por épocas exigía austeridad, y como en general predominaban estas últimas, los dos respondían al reflejo de aceptar donaciones y evitar cualquier despilfarro. Estaban deshechos de cansancio; la Lujanera parecía molesta, fastidiada, como rumiando un rencor. Se irritó cuando te vio salir a llenar la cantimplora, como si todavía hiciera falta. No entendía que ese repentino automatismo te daba una tranquilidad casi fisiológica, que necesitabas sentir la seguridad de una reserva de agua dulce, un oasis gratuito y portátil, a disposición de una posible necesidad. Y volvió a irritarse cuando, ya en la cama, escuchó que prendías el televisor. ¿No entendías que había que dormir, después de una jornada agotadora en la que ella había manejado horas y horas para cumplir, aunque fuera parcialmente, tu sueño loco de la ruta 66? Joao, por favor, imploró la que nunca implora, y te diste cuenta de que el vaquero había cruzado un límite.
No recuerdo mucho más. Sólo que esa noche pasó, que tal vez no descansaste mucho y que, apenas entreviste el amanecer, te pusiste un short y corriste a la pileta, donde te zambulliste sin medir el estrépito. La Lujanera se despertó por el ruido, y no necesitó abrir la puerta para saber que eras vos, decidido a aprovechar todo lo que se les ofreciera. De ahí fueron al Denny’s. Entraste feliz, como un chico que recibe el dulce prometido, saboreando de antemano los huevos revueltos con el jamón y el café, y te sorprendió ver el local lleno de jóvenes soldados solos o con sus novias. Tan luego ustedes, que nada sabían de uniformes y a esa altura lucían casi un look playero, habían ido a parar a ese pueblo, una de las bases militares más formidables de la costa oeste. Acá ninguna jodita, le dijiste a la Lujanera entre dientes, con una sonrisa nerviosa. Eran como espectadores en el set de Reto al destino, aunque ninguno de los dos, performers siempre al borde, estaba hecho para ser espectador. Del western al género bélico, sabías que con un poco de tiempo podías arreglártelas para no desentonar con el personaje que te tocara en suerte.
Escrito en el marco del programa Escrituras de la no ficción, a cargo de Cynthia Rimsky.