Por Martín Borches
La jabonera del baño tiene barros de jabón lila, como del tamaño de varias ciruelas aplastadas, tiradas en un charco de agua.
Por la ventana, encima de la bañadera toda picada y a medio llenar, a veces entran pájaros; palomas que llenan la rejilla de plumas mugrientas. Si eso pájaros se comieran el jabón, a veces pienso, la jabonera sería una especie de altar, como en esos templos hindúes llenos de ratas (para las ratas), que tienen compoteras con leche y pedacitos de pan tirados en el piso, alrededor.
En la pared del otro lado (a misma altura de la ventana), hay una tapa de madera que no sé a dónde irá. Como la tapa es, repito, de madera (como de un machimbre barato y rascado), ese machimbre podría estar tranquilamente desecho de humedad, todo podrido, pero la tapa pareciera estar sana, sin embargo. Para mí, adentro, más allá de esa tapa, hay un pasadizo con ratas y palomas muertas de hace meses, como un taparrollos mal sellado, con mierda de murciélago vieja, de la época de la colonia o más.
El techo, por su parte, no tiene manchas de humedad; no a la vista, por lo menos. Eso es algo bueno, saludable, y la ventana, probablemente tenga algo que ver, pero no hay forma de estar completamente seguros: las junturas de los azulejos están en un estado deplorable, negruzco y desganado (parecen de adobe). El piso, por su parte, es de una losa naranja, pero no está del todo desgastado. Siempre hay agua, eso sí, sobre los lugares a donde uno va, y por eso no se puede entrar en medias, o a oscuras.
Por el lado del inodoro, no hay mucho que decir. A simple vista el inodoro parece, en realidad, un esqueleto engordado; un módulo de alacena abandonado en el piso de la cocina, a un costado, que recuerda un poco al lugar en donde debiera estar, adonde corresponde, pero sin remitir exactamente a él, salvo por el espacio desempotrado y vacío, dejado atrás. Y no es eso, solamente: la tabla (que es de plástico), está desencajada, por supuesto, y para accionar el mecanismo que activa la correntada del desagote, uno tiene que arremangarse el buzo, la camisa, y meter el brazo en la mochila, tirar de un alambre, esperar. Toda esa operatoria, a la mañana, en invierno, despierta como una taza de café negro o un cachetazo limpio. El problema, sin embargo, consiste muchas veces en que, una vez hecho esto, una vez metido el brazo, es difícil encontrar una toalla disponible y seca para usar, y a menudo recurre, uno, a los pantalones, al papel higiénico que también puede faltar.
Para terminar, el espejo sobre la pared opuesta al inodoro está impecable, intacto, salvo por una pequeña calcomanía de los Cazafantasmas a medio quitar y unas marcas verdosas. Abajo, alrededor de la pileta, el cepillo de dientes suntuosamente limpio, la pasta exprimida como una ubre, los frascos vacíos de perfumes usados, con y sin tapa: todo, en fin, se parece un poco al escritorio desordenado de una oficina crepuscular, e inhóspita, a un banco después del asalto, a una dependencia pública abandonada de golpe por una emergencia nuclear.
Escrito en el marco del programa Escrituras de la no ficción, a cargo de Cynthia Rimsky.