Por Cynthia Rimsky
No soy creyente pero cuando la fotógrafa María Aramburú me cuenta sobre la celebración de la Virgen Desatanudos, la curiosidad me gana. Frente a la parroquia San José del Altar, en Villa Devoto, Buenos Aires, hay una larga fila de personas. Atravieso la puerta central para ver qué esperan y me encuentro con la primera sorpresa: la virgen Desatanudos es una pintura enmarcada en un vidrio. La gente besa su mano y la pone sobre el vidrio o apoyan sobre la imagen, una reproducción en papel.
La historia es curiosa: Un sacerdote de viaje por Alemania se maravilló ante un cuadro pintado por un artista desconocido del año 1700 y, tras años de intensas gestiones con la iglesia germana, consiguió que en 1985 le enviaran una copia para instalarla en Villa Devoto. La imagen muestra a María pisando la cabeza de una serpiente, rodeada por pequeños ángeles; uno de ellos le alcanza las cintas anudadas y el otro recoge las cintas estiradas, sin nudos. Abajo, un hombre camina a oscuras, guiado por un ángel, como hizo San Rafael con Tobías en su viaje para cobrar una deuda.
Aunque podrían estar dentro de la pintura, fuera del cuadro y a la derecha de la nave central, en unos improvisados bastidores de tela blanca, que evocan los vacunatorios ambulantes de los hospitales públicos, dos sacerdotes esperan confesar a una escueta fila de fieles. Pero lo que llama mi atención es el aspecto de los curas, parecen gnomos, con sus barbas puntiagudas, rechonchos y de baja estatura. Un letrero advierte: “En ausencia del confesor, solicítelo en la Santería”. Me pregunto cuál será ese lugar.
Avanzo por el costado del altar central y doblo hacia un hangar o gimnasio. La pared está recubierta con cemento imitando piedras. De unos agujeros practicados en el falso muro surgen varios chorros de agua. Otro letrero indica que se trata de agua bendita. Lo curioso es que sobre los orificios, hay canillas de acero inoxidable para cerrar el flujo. Los fieles llenan botellas pequeñas, botellas de litro, bidones, algunos mojan sus cabellos y los repasan con un peine. “Venga el que tiene sed y el que quiera beber gratuitamente del agua de la vida”
Pasando la falsa fuente, el buffet parroquial ofrece pizzas, fugazzas, pasta frola, perros calientes, pebetes, empanadas de carne, masitas dulces caseras y a precios baratísimos. Compro una pasta frola de camote dulce y luego una empanada; más tarde volveré por más empanadas, un perro caliente con una salchicha larga y delgada, inserta en un pan esponjoso, regada con mayonesa y mostaza sobre las que dejan caer palitos de papas fritas. Los comensales se sientan a comer con apetito sobre unos bancos de madera, pero antes pasan por la Santería.
Mi abuela llegó a cocinar hasta seis platos distintos con un mismo pollo. En la Santería han llegado a fabricar decenas de objetos con la imagen de la Virgen Desatanudos, velas, llaveros, estampitas, cuadros, medallas, rosarios… Los fieles compran uno para ellos y otro para regalo, cruzan el pasillo, y se dirigen a un improvisado altar, rodeado de vallas, frente a una imagen de la Virgen hecha en mosaico.
Como si hubiese caído un aguacero, las baldosas del piso están mojadas. Mojados los manteles del altar y la pechera del sacerdote que arroja agua bendita a los objetos comprados en la Santería. El método es siempre el mismo: espera a que se junte un grupo y les arroja el agua. Cuando hay poca gente, dibuja con el agua la figura de la cruz en sus frentes y bendice los llaveros que los fieles alzan sobre sus cabezas. La Virgen Desatanudos es protectora y la gente pide por su casa, su auto, la casa de la madre o de la suegra. Una niña y un niño bajan la vista cuando el sacerdote dibuja con agua en sus frentes. A ambos lados del altar, dos hombres con percheras azules de plástico, premunidos con una espátula, raspan la cera derretida de las velas que la gente enciende. El de la izquierda las ordena por colores, el de la derecha prefiere dividirlas por tamaños. El sacerdote que estaba confesando en los ambulatorios se ha quitado la sotana blanca y limpia con un pañito el mesón del buffet.
Vuelvo a la nave central. Nadie más desea confesarse. El sacerdote aprovecha para tomar mate. Junto a la Biblia, tiene un frasco con hierba, un termo y un azucarero. Con la bombilla entre los labios, observa a los fieles que besan la pintura con escepticismo; cuando pasa su colega sin sotana, sonríen cómplices: la iglesia está llena, la Santería y el buffet no paran de vender y, aunque son las tres de la tarde, la fila para besar la pintura llega hasta la esquina. En una de las bancas, un pequeño recorta con sus dientes la base de la pasta frola para dejar para el final los lulos de masa que cruzan como una cruz, el dulce de camote.