Por Cynthia Rimsky
Una de mis entretenciones en los aeropuertos es contemplar a las personas y a sus maletas. Algunos apenas pueden cargarlas. Llevan dos y hasta tres, más bolsos y paquetes. Me pregunto qué llevan adentro. En el cortometraje La maleta de Raúl Ruíz, el protagonista se pasea por la ciudad con una maleta en la que lleva a un hombre mucho más pequeño. Cuando el primero se cansa, se instala dentro de la maleta, y el otro toma su relevo.
Me cuesta creer que alguien necesite veinte o treinta kilos de pesos para una o dos semanas de vacaciones cuando en su país de residencia ocupa la tercera parte. ¿Por qué siente la necesidad de llevar el triple? Con frecuencia me ha tocado escuchar: “al final no usé casi nada de lo que llevé”. Pero si en su próximo viaje le recordáramos a este pasajero sus propios dichos, volverá a echar 20 kilos o más.
Recuerdo que a mi primer viaje largo –duraría 11 meses- partí con una mochila de 15 kilos. Empaqué un plato, servicio, un vaso, corchetera, calentador de agua, como si esos artículos solo se vendieran en Santiago. A partir de la experiencia de cargar la mochila durante un año, aprendí a llevar solo lo que iba a necesitar permanentemente. Lo demás puedo comprarlo y dejarlo en el camino.
Desde entonces a todos los viajes, sean por quince días o tres meses llevo una maleta con capacidad máxima de 10 o 12 kilos. Mis amigos se muestran sorprendidos de que pueda lograrlo. El secreto no está en lo que llevamos sino en encontrar la ecuación justa entre fantasía y realidad.
Un viaje presupone un cambio, de escenario, de tiempo, de rutinas, de relaciones, de la manera cómo habitaremos los nuevos lugares. Nuestro primer impulso es pasar por alto esta incertidumbre: seguiremos siendo nosotros y, por si no lo somos, llevamos más ropa, más accesorios, libros… Recuerdo a una tía en su primer crucero por una semana al Caribe; echó a la maleta siete tenidas de noche porque cenaría en la mesa del capitán. Resultó que el capitán fue a su mesa una sola noche y se detuvo durante diez minutos porque debía sentarse en varias mesas cada noche para alcanzar a cubrir las fantasías de todos los pasajeros.
Con esas reflexiones, fui a pedirle a mi madre una maleta adecuada para una estadía en el exterior que se prolongaría seis meses o más. Para mi sorpresa, la bodega estaba llena de maletas de todos los portes, con o sin ruedas, de tela, cuero, plástico. ¿Para qué quieres tantas maletas? Es un gusto que me doy, contestó mi madre, me gusta viajar y para viajar hay que tener maletas. Al día siguiente, en mi casa había una maleta con capacidad para 40 kilos. La primera selección desbordó los límites. Hice una segunda. A la tercera me había perdido entre lo necesario, lo posible y lo verdadero. Me senté en la cama y me puse a pensar cuáles eran mis expectativas. Un aviso en la página web de la línea internacional de buses desmoronó la ecuación: solo aceptaban 15 kilos por personas. Era imposible vivir seis meses con 15 kilos, pensé.
Una maleta es un traje a medida. Necesitamos conocer con exactitud los largos, anchos y altos de nuestro cuerpo. Para hacer una maleta también necesitamos medir. Pero, como en el traje, siempre quedará un lugar que no es susceptible de medir; siendo previsible la forma en la que el traje debiera ajustarnos, algo pasa que el resultado es más que las medidas. También en las maletas debe haber un espacio para la fantasía. La pregunta es: ¿cuántos kilos pesan nuestras fantasías y cuántos la realidad?
De los libros que originalmente seleccioné, escogí solo los que usaría los siguientes seis meses. Eso me obligó a pensar en lo que iba a escribir. Lo mismo ocurrió con la ropa, los accesorios… hasta que creí haber conseguido un equilibrio entre lo posible, lo verdadero y lo necesario. La fórmula pesaba 30 kilos. Rogué que la compañía de bus no tuviera una pesa. Así fue. Imagino que en la página web ponen un límite de 15 kilos para que los pasajeros como yo no lleguen con 40.
El bus comenzó a subir la Cordillera de Los Andes. Repasaba mentalmente el contenido de mi equipaje con la sensación de que había olvidado algo. Pasamos entre la nieve, entre las montañas, llegamos a la Aduana y continuaba teniendo la impresión de que me faltaba algo. A pesar de que solo iba a Buenos Aires, no podía pagar otro pasaje a causa de un olvido. Los que han viajado en bus a Mendoza conocen lo demorosos que son los trámites aduaneros. A pesar de que afuera había sol, al interior del hangar hacía un frío espantoso, sobre todo en los pies. Mientras esperaba a que me sellaran el pasaporte, un cartel enumeraba los objetos y productos que no se podían llevar y traer. Me detuve en uno: “La tierra tienen prohibición absoluta de ingreso”. Era justamente lo que había olvidado echar a la maleta.