Por Cynthia Rimsky
En una cuadra cualquiera encontramos edificios, conserjes, casas, señoras barriendo la vereda, descansando en un escalón, pulsando un citófono. También podemos encontrar locales comerciales tradicionales, como panaderías, almacenes, kioskos, y otros menos habituales como estacionamientos, farmacias, garajes, bombas de bencina, escuelas.
Podemos pasar años por una cuadra sin adquirir consciencia de quiénes habitan y cómo habitan la cuadra, es mas, cuando volvemos a casa ni siquiera recordamos que existe. Es un pasaje hacia otro lugar, el trabajo, la parada del Metro, la casa.
Hace unos días pasaba por una cuadra que recorro habitualmente y que sería incapaz de describir. Atrás mío iba una mujer con su hijo de ocho o diez años. El niño usaba anteojos y uniforme. La madre lo había ido a buscar a la escuela y volvían a casa. Ella cargaba la mochila. Él iba a su lado, no llevaban apuro, podía ir al paso de la madre, pero parecía como si sus piernas le picaran y, para aliviarlas, entre paso y paso, daba unos brincos.
En realidad, esta descripción es posterior, mientras iban detrás de mi no los veía. Pasé ante un edificio en el que no había reparado nunca antes. El niño se separó de su madre y corrió a saludar al conserje que conversaba animadamente con un amigo o propietario. Por la forma cariñosa y entusiasta que el niño puso en el saludo, supuse que vivía en el edificio y los olvidé.
Algunos metros más adelante me percaté que seguían detrás de mí. Pasaba por un estacionamiento de autos, de esos que cuentan con una garita en la que el cuidador no está cuando se le necesita. Escuché al niño gritar hola. Inmediatamente apareció el cuidador. Se saludaron como si no se hubiesen visto en años, parecían tener millones de cosas que contarse y, como no les iba a alcanzar el tiempo, se contentaron con reír.
En ese momento la madre advirtió al hijo en voz alta: “Es el último amigo de la cuadra que saludas o no vamos a llegar nunca a casa”. Me di vuelta a mirarla y reímos. No había reproche en sus ojos, sino una profunda alegría, casi un orgullo de que su hijo tuviera tantos amigos en la cuadra que separaba la escuela de la casa. Supuse que hacían aquel trayecto diariamente y que diariamente el niño saludaba a sus conocidos; como si fuesen las estampas de un álbum de monitos, aunque las conocía de memoria, no se cansaba de admirarlas una y otra vez.
El niño tiene motivos para sentirse orgulloso: no cualquiera recibe el saludo afectuoso de un conserje, del guardia de un estacionamiento, del panadero, del kioskero… Por ejemplo, yo, llevo más años que él transitando por esta cuadra y aunque pudiera llegar a identificar algunas personas, nunca les hablé o recibí de ellos las muestras de cariño que otorgan al niño.
El recuerdo más cercano que tengo es en Valparaíso. Me mudé allí al terminar la Universidad. Ayudada por la geografía de los cerros que, en vez de ocultar la intimidad, la ponen en evidencia, no me fue difícil reconocer en las calles a personas con las que mantenía contactos ocasionales: mozos de los bares que frecuentábamos, el señor que vendía un turrón durísimo que picaba con un martillito, la cantante del Cinzano, actrices de teatro, dependientes de almacenes, escritores, poetas, funcionarios públicos que por las noches bebían con nosotros, el hijo del dueño del Cinzano, músicos, el repartidor del gas, la pareja que bailaba tangos… fueron conformando un paisaje personal que, como el niño, me llenaba de orgullo.
Motivos de trabajo me obligaron a volver a Santiago. Durante los primeros años, cada vez que visitaba Valparaíso, practicaba un juego secreto: caminaba desde el terminal de buses hasta la plaza Aníbal Pinto; en el trayecto contaba cuántas personas conocidas respondían mi saludo. Una vez no encontré a nadie en todo el camino. Ese día me convertí en una turista y parte del encanto del puerto, desapareció.
Cuando comencé a publicar, descubrí que el saludo tiene una dimensión escalofriante. Fue un golpe duro, como si un día el conserje, el cuidador del estacionamiento, no respondieran al saludo del niño, como si le escondieran la cara. Así aprendí que en nuestra sociedad, el saludo es un signo de poder y hay personas que nos saludan si estamos junto a un “conocido” y no nos saludan si estamos solos, o quitan el saludo si aparece un comentario elogioso de uno en un diario o si ellos están con un “conocido”.
Es curioso cómo el tesoro del niño se convierte con los años en el arma letal del adulto.