Por Javier Cercas
Primero. Recuerda que la única forma posible de éxito consiste en escribir el mejor libro que puedes escribir, ese libro que antes de terminar de escribir ni siquiera imaginabas que podías llegar a escribir. No busques ninguna otra forma de éxito: que sea ella la que te busque a ti. Si te pilla, no tengas miedo y haz como si no pasara nada.
Segundo. No escribas para tu madre. Ni para tu padre. Ni para tu novia. No escribas para tus amigos. No escribas para tus enemigos (sobre todo, no los odies: el odio, lo dijo Michael Corleone, no te permite juzgarlos). Ni se te ocurra escribir para los críticos. Ni para los editores ni para los agentes ni por supuesto para esa abstracción llamada lector, que, como su propio nombre indica, no existe. Ni siquiera escribas para ti mismo. Escribe para un Dios impecablemente omnisciente, que sabe incluso cuándo estás tratando de engañarlo. Y entonces se ríe con una carcajada horripilante.
Tercero. No olvides que escribir una frase consiste en resolver un problema que la siguiente frase vuelve a plantear. Ni que escribir un libro consiste en lo mismo. Desconfía de la facilidad. No intentes ser inteligente ni sabio ni profundo ni gracioso ni divertido (por Dios santo, no intentes ser gracioso ni divertido): que lo sea el libro. Que el libro sea mucho mejor que tú, que no eres más que un pobre hombre, como todo el mundo. Dedícate a otra cosa en cuando notes que escribes tratando de quedar bien. No olvides que escribir consiste en reescribir; es decir: en averiguar qué es lo que estaba dentro de ti sin que tú lo supieras.
Cuarto. Huye como de la peste de las frases bonitas, de las palabras bonitas, de quienes escriben con mayúscula la palabra arte, la palabra artista, la palabra obra, la palabra belleza, sobre todo la palabra belleza. Huye de todo lo que suene remotamente a literatura; la literatura es lo que nunca, ni siquiera remotamente, suena a literatura: suena sólo a verdad.
Quinto. Resérvate el miedo que tengas (y ya sé que tienes un miedo espantoso) para la vida, y destiérralo como sea en cuanto te sientes a escribir, para que aparezca entero y verdadero en tus libros, que son lo que de verdad eres. Recuerda que este oficio no es para cobardes, pero recuerda también que el valiente no es el que no tiene miedo, sino el que tiene miedo y se aguanta y luego embiste y va a por todas.
Sexto. Escribe como si estuvieras muerto y recordaras o inventaras (da lo mismo) cuanto te ocurrió a ti o a otros, igual que si quisieras materializar un espejismo, igual que si contra toda evidencia te hubieras convencido de que, en el momento en que consigas materializarlo, lo que te ocurrió a ti o a otros se volverá más real que lo real, que a fin de cuentas no es nada. Recuerda, por cierto, que no hay nada más importante que la literatura, excepto la vida.
Séptimo. Cultiva tus obsesiones, tus vicios, tu locura y, con moderación, tu cordura; cultiva tus perplejidades, tus pasiones (las altas y las bajas, sobre todo las bajas), tu gusto intransferible (el bueno y el malo, sobre todo el malo), y no olvides reírte con alegre fiereza de ti mismo. Recuerda que tus defectos son también tus virtudes. Ni harto de vino rechaces un elogio, porque ─esto no lo dijo Michael Corleone, sino La Rochefocauld, pero para el caso es lo mismo─ quien rechaza un elogio es porque quiere dos. Y, sobre todo, sobre todo, por nada del mundo te resignes a sentir envidia de un colega o a hablar mal de él: es una confesión de inferioridad.
Octavo. Léelo todo, relee sólo lo más íntimo (pero relee mucho), escribe lo que te salga de las entrañas –por decirlo con una palabra distinguida-, y publica sólo lo que no puedas no publicar. A menos que hayas decidido suicidarte o te hayas perdido por completo el respeto a ti mismo o los acreedores te amenacen con la cárcel o el potro de tortura, no tengas prisa por publicar.
Noveno. Si escribes con ordenador, hazme caso y presiona de vez en cuando el icono Guardar, y no escatimes en copias de seguridad: más que nada para ahorrarte hacer el mamarracho ante ti mismo con la imaginación masoquista y vilmente halagadora de que acabas de perder para siempre la frase o el párrafo o la página que te iba a justificar; si escribes a mano, tienes una posibilidad menos de hacer el mamarracho, así que es preferible que escribas a mano. Este mandamiento es el penúltimo, pero debería ser el segundo.
Décimo. Recuerda (este mandamiento es el último, pero debería ser el primero) no hacer caso jamás de ningún decálogo. Empezando por éste y acabando por el que tú mismo escribas el día en que alguien decida que eres un escritor de éxito y te pida escribir un decálogo del escritor de éxito.
Fuente: Ser Escritor