Por Cynthia Rimsky
Recuerdo haber pasado especial vergüenza en mi niñez a propósito de alguna visita a urgencias o a un médico. Mi padre era dentista, por lo que al primero que se consultaba era a él. Generalmente nos recetaba a mi madre, a mi hermano y a mi, penicilina, con la advertencia que debíamos tomarla por cinco días aunque nos sintiésemos aliviados. Por supuesto, apenas pasaban los síntomas, las dejábamos.
Hace 40 años la penicilina era casi el único antibiótico conocido. En las enciclopedias ocupaba un lugar especial, con fotografías en blanco y negro de Alexander Fleming en su laboratorio, con delantal blanco, mirada bondadosa tras un par de anteojo, y una probeta. Era la imagen del médico capaz de dar su vida por sanar a otros.
Cuando el dolor era mayor que los analgésicos, mi madre nos llevaba al médico de cabecera o familiar. Un hombre de elevada estatura, flaco y huesudo, que asumía su militancia en el partido Socialista como parte de su ideal médico humanista. Varias veces inventé malestares para no ir al colegio, especialmente a la clase de educación física, pero en las ocasiones que iba a verlo, el dolor era real. Sentía dolor en el automóvil de la tía que pasaba a buscarnos, al cruzar la calle, en la sala de espera y al entrar a su consulta.
El médico cariñosamente me preguntaba por mis estudios y mis lecturas. Intercambiaba comentarios con mi madre y procedía a preguntarme qué ocurría. Comenzaba yo a narrar la historia de mi dolor desde el comienzo y apenas las palabras salían de mi boca, el dolor comenzaba a desaparecer. El médico me tendía en la camilla y, tocando la zona de mi cuerpo enferma con sus yemas, preguntaba: ¿duele? Y no, no dolía. Avergonzada no sabía qué decir. Farfullaba explicaciones, juraba, no había caso, el dolor había cedido. Mi madre, avergonzada por haberlo obligado a hacernos un espacio en su apretada agenda, se sumaba a mi desconcierto.
Muchos años después me topé con untexto del escritor Walter Benjamin que se llamaNarración y curación, y me di cuenta que eso no era algo personal sino una experiencia universal, lo mismo en Santiago de Chile que en Berlín. Benjamin parte describiendo esa escena que todos conocemos: “El niño está enfermo. La madre lo acuesta y se sienta a su lado. Y después comienza a contarle historias”. Las narraciones tienen, según Benjamin, el poder de curar o sanar. Ya en el siglo X se habría encontrado un manuscrito en la biblioteca de la catedral de Merserburgo donde se cura a un caballo por medio de un conjuro. “También se sabe que el relato que el enfermo hace al médico al iniciar el tratamiento puede convertirse en el comienzo de un proceso de curación”. Las palabras constituyen algo más que un mero cuento, producen un efecto sanador sobre el oyente. “Tienen el poder no solo de vencer el dolor sino que nos llevan “al mar del olvido feliz” de ese dolor”.
Hará unos quince años encontré a un acupunturista y homeópata, de elevada estatura, flaco y huesudo, que no milita en el partido Socialista, pero conserva ese ideal humanista del que estaba imbuido el médico de mi infancia. Cobra lo justo y está dispuesto a atender, incluso por teléfono, y más importante que eso, nunca se muestra alarmista. Las enfermedades son para él desequilibrios, del cuerpo, del ánimo, del alma, de la cabeza, del corazón, que se pueden volver a recuperar. En una ocasión en la que los médicos alópatas querían extraerme quirúrgicamente un órgano, me traté con él. Los objetos extraños desaparecieron de mi cuerpo. Le llevé la ecotomografía a mi doctora alópata para que lo viera con su propios ojos. Pensé que iba a pedirme el teléfono de mi acupunturista para permitir que sus pacientes se sanaran sin necesidad de perder un órgano, pero ni siquiera lo insinuó.
Después de eso visité ocasionalmente médicos alópatas. Se sientan detrás del computador y preguntan mis datos, como haría un funcionario bancario que está por abrirme una cuenta. Ninguno se toma el tiempo para que le narre mi dolor, no me preguntan en qué trabajo, qué me pasa, cómo vivo. Sacan un alto de papeletas y comienzan a llenarlas con exámenes y medicamentos.
De esas consultas he salido con el mismo dolor con el que entré.