Por Cynthia Rimsky
Un amigo me invita a la conferencia que dará un galerista norteamericano en un espacio de arte local. Una larga y angosta casona de tres pisos, que antes fue galería comercial, ahora alberga galerías y talleres de jóvenes artistas que intentan crear y, al mismo tiempo, vender sus obras. A medida que subimos, las escaleras se van volviendo más y más precarias hasta que llegamos a una saliente con una diminuta habitación, sin puerta ni ventanas, y las paredes pintadas de negro. Todos traen cerveza a excepción del gringo que ofrecerá la charla.
Sentados en el suelo o en bancas de madera esperamos a que aparezcan los interesados. El galerista, rubio, alto, guapo,vestido a la moda casual, rellena su vaso con whisky y procede con el título de su charla: “El mundo del arte o el arte en el mundo”. Se aclara la garganta y comienza a contar que, insatisfecho con su vida, decidió mudarse a San Francisco; allí conoció a un galerista que tiene un espacio para difundir arte emergente; decidió ayudarle y se puso a viajar por Estados Unidos y otras partes del mundo a la caza de artistas promisorios. De pronto, su vida adquirió sentido: pertenecer al mundo del arte.
Uno de los jóvenes asistentes le pregunta qué es para él, el mundo del arte. El gringo contesta que una cierta estética, una onda, una música, libros, fiestas, gente entretenida, con sus mismos intereses que encuentra en todos los lugares que visita. La joven organizadora le hace ver que “nosotros somos marginales, los circuitos comerciales no nos interesan”. Los demás asienten con más o menos desesperanza. A uno de ellos ni por todo el oro del mundo le gustaría ser parte del mundo del arte. Otro opina que si no son parte del mundo del arte, nunca van a poder vivir del arte. El primero contesta que si para vivir del arte hay que entrar al mundo del arte, es preferible no vivir del arte. La organizadora concluye que el camino de ellos está fuera del mundo del arte. El amigo que me invitó opina que para que exista un afuera del arte, necesariamente tiene que haber un adentro y que el afuera de ellos valida el adentro. Lo miran como si nada.
El gringo intenta proseguir su charla, pero los jóvenes no le hacen caso. La organizadora le pregunta qué posibilidades hay de que ellos, como artistas emergentes, exhiban sus obras en la galería de San Francisco. Se abre un silencio. El gringo examina la cueva, a los jóvenes sentados en el suelo con una cerveza barata en la mano, y dice que puede ser, con la misma vaguedad con la que pudo haber dicho que no. Lejos de amilanarse, la organizadora le pregunta cuál es el camino para llegar a San Francisco. Todas las miradas caen sobre el gringo.
Lo imagino recorriendo los países del tercer mundo, ofreciendo la misma charla a grupos marginales como este, y en todos ellos surge la pregunta por la posibilidad de exponer en San Francisco. Me pregunto cuál será su verdadera incidencia en la mentada galería. Mi amigo es más directo; le pregunta cuál es la comisión que cobran a los artistas por exponer allá. El gringo dice un 40%. A los jóvenes la cifra les es indiferente.
Bueno, dice el gringo, primero tendrían que hacerse conocidos en el mundo del arte de San Francisco. ¿Y cómo lograremos que nos conozcan?, pregunta la organizadora. Bueno, una manera es que alguien escriba sobre ustedes en una revista. ¿Y tú puedes hacer eso?, insiste la joven. Bueno, yo escribo en una revista pero tendrían que presentarse de alguna manera, no sé, ponerse un nombre, levantar un estilo… Yo conozco a un amigo que escribe en un blog, ¿no servirá?, pregunta otro joven.
A partir de ese momento, el gringo queda relegado a la botella de whisky. Un grupo debate cuál es la mejor estrategia para aparecer como colectivo en el artículo, otro hace una colecta para comprar cervezas; llegan invitados que prefirieron saltarse el mundo del arte para llegar derechamente a la fiesta del arte.
Desde la pequeña cueva aparece tan largo, difícil y lejano el camino al mundo del arte; no solo las posibilidades de acceder a las galerías, las Bienales, los críticos… también las comidas a las que van los curadores, los mails de los personajes influyentes, sus teléfonos, las negociaciones, las zancadillas, las pequeñas y grandes traiciones, concesiones, rechazos. Los jóvenes artistas saben que tarde o temprano uno de ellos saldrá al mundo exterior y en el mundo exterior se enfrentará a que la realidad no son los sueños. Cuántos amigos, cuántas cuevas, cuántas obras perdidas, tristezas, sinsentidos, angustias, toma colgar un cuadro en una hipotética galería de San Francisco.