Por Cynthia Rimsky
Un letrero en el terminal de autobuses me advierte que llegué a Gualeguay, Entre ríos. En realidad, llegar es un término demasiado preciso para lo que he venido a hacer aquí: averiguar si existe un autobús que pase por las viejas estaciones de trenes de Irazusta, Parera, Urdinarrain, Escriñá, hasta Basivilbaso. Los datos que aparecen en Internet resultan inexactos o falaces; lo extraño es que en vez de disuadirme, mi deseo se acrecienta. Imagino que revivo el deseo infantil de encontrar un lugar en el que seremos primeros.
No olvido un verano en la playa de Tongoy, cansada de escuchar las conversaciones de mis padres y sus amigos; demasiado tímida para hacer de los niños desconocidos que jugaban en la arena, eventuales amigos, me largué a caminar por la orilla. Al alejarme de lo conocido, crecía la fantasía de que me adentraba en un territorio inexplorado. En la arena encontré unas huellas que nunca vi antes. Imaginé que correspondían a un animal, especie de pájaro y pez, que vivía alejado de los seres humanos. A cada paso que daba, esperaba y temía que apareciera. A la mañana siguiente, el hijo de los amigos de mis padres me mostró el dibujo de las patas de las gaviotas en la arena. Eran las huellas que había seguido el día anterior.
En Gualeguay no hay playa, solo concreto y calor. Sí hay un bus a Larroque en dos horas más. El camino que conduce a Irazusta, pasa por Larroque. A las dos de la tarde en la calle principal solo se escuchan los ronquidos de la siesta. En todas las cuadras hay una heladería. Son las únicas puertas que permanecen abiertas. En la plaza pregunto al kioskero por un lugar abierto para comer. “En la otra plaza”, me dice. Como manchas entre las tiendas, que abarcan una colección inimaginable de productos, surgen las casas antiguas. Las con azulejos y cristal, pertenecen, según las placas de bronce colgadas en la entrada, a notarios, abogados, médicos. Cuán predecible es el orden social de un pueblo ganadero. En la segunda plaza hay dos cafés “modernos” y eso quiere decir imitación mármol, imitación madera, imitación mosaico. Cuando lo moderno se descascara, se raja, se decolora, sale a la superficie el hueco que no fue rellenado para ahorrar material. Lo que se derrumba en lo nuevo es la falta de consideración hacia los otros.
Antiguamente los pueblos se mostraban orgullosos de sus plazas. Eran punto de encuentro, de vigilancia, de murmullos y coqueteos; se conocía al hijo desagradecido, al abuelo que dilapidó la fortuna familiar, al ladrón, al estafador, al que ganó dinero con malas artes, al infiel, al que se fue a estudiar a la capital, a los buenos y a los malos partidos. Hace años las plazas chilenas fueron remodeladas atendiendo a un diseño “moderno”, menos frondoso, con cemento o baldosas y parecen todas iguales. En la añosa plaza de Gualeguay una glorieta emparrada sirve de marco para una pareja de novios que se fotografía antes del casamiento. El fotógrafo les pide las poses estereotipadas que hacen de todas las parejas la misma pareja, y ellos acceden.
Junto a la Municipalidad y a la iglesia hay una fastuosa casa con terraza y escalinata: El club social. El administrador, que usa jeans y camisa con los dos primeros botones abiertos, me muestra el salón principal (lo estamos pintando a pesar de la renuencia de los viejos socios), el salón de eventos y el de las pinturas donde los gentilhombres fumaban puros. ¿Y ahora viene alguien?, le pregunto. “Lamentablemente los socios pusieron tantas trabas que paulatinamente dejaron de venir. A mi me traía mi abuelo cuando yo era niño y sueño con que el pueblo vuelva a entrar”.
En la única mesa ocupada, dos viejos socios con los rostros colorados comentan las noticias del periódico conservador. Si antes era zona ganadera, hoy los terratenientes cultivan soja, juegan sus ganancias en el casino, y no en el club social. Los dos viejos se ven perdidos entre las columnas de lo que fue. Uno de ellos se abre la camisa para enseñarme la cicatriz de su operación al corazón.
El letrero en el terminal de autobuses me advierte que llegué a Larroque. No hay buses a Irazusta, solo de vuelta a Gualeguay o a Gualeguaychú. Pregunto a un taxista si va a Parera donde supuestamente existe alojamiento. “¿Hay alguna forma de seguir de Parera a Urdinarrain?”. “Ninguna”. Le pregunto si hay alojamiento en el pueblo. “Uno para los de la soja y otro barato donde tiene que matar ud misma las cucarachas”.
Si en Parera no hay alojamiento, tendré que volver en el taxi a dormir con las cucarachas y partir mañana a dedo. O tomar un bus a Gualeguaychú y de ahí otro a Basavilbaso, en cuyo caso me perderé las viejas estaciones. Me siento en una de las bancas de la Estación por la que ya no pasan trenes. Miro las vías, a los jóvenes que vienen a tomar helados, escucho sus conversaciones de sábado por la noche, los panoramas que tienen y los que les gustaría tener, me entero de quién besó a quién. En la casa de las cucarachas encienden la luz. Una mujer me dice que hay un tren hacia Paraná. “Pregunte en el kiosko”. La dueña del kiosko dice que existe, pero que ya no pasa. Vuelvo a la estación de trenes, no teniendo nada que esperar, me quedo esperando.
(continuará)