Por Octavio Bustos
En la fría mañana del 8 de enero de 2014, y luego de dos radiografías, Henning Mankell recibe el diagnóstico de un cáncer con metástasis en la nuca. Con sus propios ojos ve el tumor de tres centímetros en su pulmón izquierdo y la mancha en sus cervicales. A partir de ese momento, la vida del famoso escritor, padre del consagrado mundialmente inspector Wallander, cambia. Y de inmediato inicia un tratamiento médico prometedor y un camino de incertidumbre e introspección del cual este libro es testimonio. Su escritura conforma un bastón para seguir su camino, una espada para defenderse del miedo de esas arenas movedizas imaginadas en su infancia que se tragaban hombres hasta taparles la boca, los ojos y que ahora vuelven a visitarlo. Es también una manera de continuar siendo quien era, transitando el tiempo, aferrado a lo que fue su tarea, su manera de vivir desde su juventud: escribiendo, leyendo. El valor de seguir siendo quien se fue, aun cuando el viento arrecia.
Arenas movedizas no es una autobiografía, no es un testamento, es algo mejor que eso. Es el diálogo sincero del autor con él mismo, y con los que fue a lo largo de su vida. Sin un orden aparente Mankell narra y dialoga sus temores, sus creencias y sus ideas enmarcadas en recuerdos de infancia, de viajes, de personas. Un mapa de sus derroteros, incluidos los que realiza como enfermo. Pocas son las palabras a su labor literaria. Mankell se desmarca de ese yo social y editorial, del personaje del artista, y comparte la vulnerabilidad desnuda, la radicalidad de sus principios y su sencilla mirada de las cosas. Es un libro valiente de alguien que conoció el éxito, el amor, el mundo, y que siente que nada de eso lo protege ante el final. Sin dichos grandilocuentes, conceptualiza según su pensamiento con la convicción de que “todas las verdades son provisionales”. Así habla de la muerte, de la condición de quien muere y su tránsito, y discurre por ejemplo sobre el destino y la trasformación química de sus restos. Se detiene en las consecuencias de nuestra civilización, su legado de destrucción, los residuos nucleares, la próximas glaciaciones (la reiteración de estos temas le restan al libro, aunque puedan comprenderse como una de sus obsesiones). Se desliza por una infancia movida más por la curiosidad y los amigos que atravesada por el abandono de su madre. La relación con un padre, distante y comprensivo, lo muestra entregado a su magistratura. Mankell no se detiene en el anecdotario de cómo o por qué escribió tal o cual obra, sino que narra más bien cómo el arte se va instalando en su vida como deseo, necesidad y oficio, expresado no sólo para la literatura sino también en el teatro. Recurrentes son sus historias de viajes. Creta, la por entonces Yugoeslavia, Austria, inclusive Buenos Aires, y por supuesto África. Es especialmente Mozambique en donde realiza una larga tarea en el teatro, y en donde aprende y se completa. Recuerdos que lo llevan al centro temático de la finitud desde distintos lugares: situaciones en las que podría haber muerto, personas que lo salvaron aun sin saberlo, testimonio de jóvenes que murieron sin darse cuenta. Es la mirada de alguien que no se quedó quieto, que siempre se fascinaba con el misterio que somos las personas. Y esa es su perspectiva para valorar el arte. Lo que está vivo (casi como un guiño a su presente) es lo que lo enamora de algunos artistas, así lo demuestran la intensidad de sus elogios a unos actores callejeros que vio en Italia, o a unos bailarines de tango en las calles de Buenos Aires. Mankell se anima a seguir interrogándose ante la posibilidad cercana del final. Esperanzado sin aferrarse a la esperanza. Luchando. Notable es, por ejemplo, cuando relata cómo rearma su relación con la lectura luego de los primeros diez días de pánico apenas conocido el diagnóstico. Su instintivo refugio en la relectura de sus obras favoritas que de a poco le permitieron volver a leer obras nuevas. Para los lectores en castellano este libro se promociona como un libro póstumo ya que se publicó casi junto con la noticia de la muerte de Mankell, pero esa no fue la intención del autor que en sueco lo había publicado un año antes. De eso, así también nos habla: “en esta tregua vivo hoy. De vez en cuando pienso en la enfermedad, en la muerte, en que no existen garantías cuando se trata de cáncer. Pero ante todo vivo con la esperanza de nuevos instantes de paz. En los que nadie me arrebata la alegría de crear o de contemplar las creaciones de otros. Instantes que vendrán. Que tienen que venir, si es que la vida ha de tener algún valor para mí”.
Escrito en el marco del taller “Cómo leer y por qué”, a cargo de Nicolás Mavrakis.