Por Natalia Ginzburg
Nuestra felicidad o infelicidad personal, nuestra condición terrenal tiene una gran importancia en relación con lo que escribimos. He dicho antes que, en el momento en que uno escribe, se siente milagrosamente impulsado a ignorar las circunstancias presentes de su propia vida. Sin duda es así. Pero ser felices o infelices nos lleva a escribir de un modo u otro. Cuando somos felices, nuestra fantasía tiene más fuerza; cuando somos infelices, nuestra memoria actúa entonces con más brío. El sufrimiento hace que la fantasía se vuelva débil y perezosa; funciona, pero con desgana y languidez, con los movimientos débiles de los enfermos, con el cansancio y la cautela de los miembros doloridos y febriles; nos cuesta apartar la vista de nuestra vida y de nuestra alma, de la sed y de la inquietud que nos embarga. En las cosas que escribimos afloran entonces, continuamente, recuerdos de nuestro pasado, nuestra propia voz resuena de continuo y no conseguimos imponerle el silencio. Entre nosotros y los personajes que inventamos entonces, que nuestra fantasía languideciente consigue, no obstante, inventar, nace una relación particular, tierna y como materna, una relación cálida y húmeda de lágrimas, de una intimidad carnal y asfixiante. Tenemos raíces profundas y dolientes en cada ser y en cada cosa del mundo, del mundo que se ha poblado de ecos, de estremecimientos y sombras, y una piedad devota y apasionada nos une a ellas. Nos arriesgamos entonces a naufragar en un lago oscuro de agua muerta y estancada, y arrastrar con nosotros las criaturas de nuestro pensamiento, dejarlas perecer con nosotros en el remolino tibio y oscuro, entre ratas muertas y flores putrefactas. Hay un peligro en el dolor, así como hay un peligro en la felicidad, respecto a las cosas que escribimos. Porque la belleza es un conjunto de crueldad, de soberbia, de ironía, de ternura carnal, de fantasía y de memoria, de claridad y de oscuridad, y si no conseguimos obtener todo esto junto, nuestro resultado es pobre, precario y escasamente vital.
Fuente: Ginzburg, Natalia, Las pequeñas virtudes, Acantilado, Madrid, 2002.