Por Mario Benedetti
Recurramos a tres modelos: “Idilio”, de Maupassant; “La tristeza”, de Chejov; “Antonia”, el más breve de los Contes cruels de Villiers de l’Isle Adam.
El primero es una “anécdota”: un joven y una campesina viajan frente a frente en un tren que va de Ginebra a Marsella. Él va en busca de trabajo; ella, que es casada y tiene tres hijos, va a colocarse de nodriza. El calor es terrible y la mujer experimenta una creciente opresión. Al fin se desabrocha el corpiño y confiesa al muchacho que no ha dado de mamar desde la víspera y está aturdida como si fuera a desmayarse. “Es una desgracia tener tanta leche”, dice. El joven, un poco turbado, se ofrece a aliviarla, y ella, con toda naturalidad, le ofrece la punta oscura de un seno, luego la del otro. Después le dice: “Me ha hecho un enorme servicio. Le agradezco mucho, señor”. Y él responde: “Yo le agradezco a usted señora. ¡Hacía dos días que no comía nada!”.
Este diálogo final establece claramente cuáles son los límites del cuento. El tiempo de la anécdota es el presente. No hay raíces en el pasado ni habrá consecuencia para lo futuro. Maupassant ha elegido un tema de aparentes sobrentendidos y, además, un título ambiguo, casi falso. El lector, que no puede creer en la inocencia de la pareja, se halla hasta el final a la espera de que el desenlace justifique la tácita sensualidad del tema. Pero no pasa nada. Es decir, pasa sólo eso: que él alivia los senos de la campesina. El ansia con que el muchacho rodeaba la cintura de la mujer y la apretaba para acercarla a él, se debía simplemente al hambre atrasada.
En “La tristeza”, uno de los más eficaces cuentos de Chejov, el cochero Yona, que ha perdido a su hijo, intenta desahogarse con sus clientes, pero nadie lo atiende. Entonces resuelve relatar su pena a su caballo. “Yona, escuchado al fin por un ser viviente, desahoga su corazón contándoselo todo”.
Ya no se trata de una anécdota, sino de un “estado de ánimo”. Los diversos encuentros están destinados a acentuar la impresión de tristeza. Los seres humanos no escuchan a Yona, lo dejan solo. Le escucha, en cambio, su caballo (que “sigue comiendo heno” y “exhala un aliento húmedo y cálido”). Pero es todavía más triste que sea ésta la única salida.
En el cuento increíblemente corto de Villiers (ocupa menos de dos páginas) nos enteramos de que Antonia lleva un medallón. Ella abre el cierre de la alhaja. “Una sombría flor de amor, un pensamiento —dice Villiers en su pomposo estilo finisecular— dormía allí artísticamente trenzado con cabellos negros”. Los amigos conjeturan acerca del posible amante, del dueño de esos cabellos, pero Antonia revela: “Después de haber consultado mis recuerdos, he escogido uno de mis bucles, y lo llevo… por fidelidad”.
No es, pues, ni una anécdota ni un estado de ánimo. Es, claramente, un “retrato”. En la confesión de Antonia, Villiers trasmite simultáneamente la ironía, el egoísmo y la firmeza de su personaje. Prácticamente lo sabemos todo.
En cualquiera de los tres ejemplos, el cuento es siempre una especie de corte transversal efectuado en la realidad. Ese corte puede mostrar un hecho (una peripecia física), un estado espiritual (una peripecia anímica) o algo aparentemente estático: un rostro, una figura, un paisaje. Pese a la relativa vigencia de este último aspecto, la palabra clave para identificar el género, parecería ser la “peripecia”. El cuento no se limita a la descripción estática de un personaje; por el contrario, es siempre un retrato activo, o, cuando menos, potencial. La anécdota es el resorte imprescindible del cuento. Aun en el caso del retrato a lo Villiers, la serie de aventuras que el lector desconoce pero que los interlocutores de Antonia no tienen por qué ignorar, esa peripecia o serie de peripecias es la que valida el episodio del medallón y la respuesta de su dueña. Sin el pasado que ellos saben, la respuesta no sería nada.
El escritor puede referirse a un individuo, sentado en una mesa de café, que mira silenciosamente la calle. Puede describirlo en el más adecuado de los estilos, pero eso sólo no constituye un cuento. Es un retrato estático. Bastará, sin embargo, con que el narrador agregue un pequeño toque, por ejemplo: “el hombre está a la espera”, para que la descripción se cargue de posibilidades, de anuncios, de futuro. Desde el punto de vista de la técnica del cuento, de su justificativo como tal, no importa demasiado que esté a la espera de una mujer o de su asesino, de un amigo de la infancia o de algún acreedor. Importa sobre todo su actitud, porque en ella hay, para el lector, una peripecia elíptica, una garantía de que, aunque en el relato no pase nada, “algo irá a ocurrir” cuando esa espera culmine, más allá del propio final del cuento.