Esto otro me pasó en mis años mozos. Yo era aquel poeta estudiantil de capa oscura, flaco y desnutrido como un poeta de ese tiempo. Acababa de publicar Crepusculario y pesaba menos que una pluma negra.
Entré con mis amigos a un cabaret de mala muerte. Era la época de los tangos y de la matonería rufianesca. De repente se detuvo el baile y el tango se quebró como una copa estrellada contra la pared.
En el centro de la pista gesticulaban y se insultaban dos famosos hampones. Cuando uno avanzaba para agredir al otro, éste retrocedía, y con él reculaba la multitud filarmónica que se parapetaba detrás de las mesas. Aquello parecía una danza de dos bestias primitivas en un claro de la selva primordial.
Sin pensarlo mucho me adelanté y los increpé desde mi flacucha debilidad:
—¡Miserables matones, torvos sujetos, despreciables palomillas, dejen tranquila a la gente que ha venido aquí a bailar y no a presenciar esta comedia!
Se miraron sorprendidos, como si no fuera cierto lo que escuchaban. El más bajo, que había sido pugilista antes de ser hampón, se dirigió a mí para asesinarme. Y lo hubiera logrado, de no ser por la aparición repentina de un puño certero que dio por tierra con el gorda. Era su contenedor que, finalmente, se decidió a pegarle.
Cuando al campeón derrotado lo sacaban como a un saco, y de las mesas nos tendían botellas, y las bailarinas nos sonreían entusiasmadas, el gigantón que había dado el golpe de gracia quiso compartir justificadamente el regocijo de la victoria. Pero yo lo apostrofé catoniano:
—¡Retírate de aquí! ¡Tú eres de la misma calaña!
Mis minutos de gloria terminaron un poco después. Tras cruzar un estrecho corredor divisamos una especie de montaña con cintura de pantera que cubría la salida. Era el otro pugilista del hampa, el vencedor golpeado por mis palabras, que nos interceptaba el paso en custodia de su venganza.
—Lo estaba esperando —me dijo.
Con un leve empujón me desvió hacia una puerta, mientras mis amigos corrían desconcertados. Quedé desamparado frente a mi verdugo. Miré rápidamente qué podía agarrar para defenderme. Nada. No había nada. Las pesadas cubiertas de mármol de las mesas, las sillas de hierro, —Imposibles de levantar. Ni un florero, ni una botella, ni un mísero bastón olvidado.
—Hablemos —dijo el hombre.
Comprendí la inutilidad de cualquier esfuerzo y pensé que quería examinarme antes de devorarme, como el tigre frente a un cervatillo. Entendí que toda mi defensa estaba en no delatar el miedo que sentía. Le devolví el empujón que me diera, pero no logré moverlo un milímetro. Era un muro de piedra.
De pronto echó la cabeza hacia atrás y sus ojos de fiera cambiaron de expresión.
—¿Es usted el poeta Pablo Neruda? —dijo.
—Sí, soy.
Bajó la cabeza y continuó:
—¡Qué desgraciado soy! ¡Estoy frente al poeta que tanto admiro y es él quien me echa en cara lo miserable que soy!
Y siguió lamentándose con la cabeza tomada entre ambas manos:
—Soy un rufián y el otro que peleó conmigo es un traficante de cocaína. Somos lo más bajo de lo bajo. Pero en mi vida hay una cosa limpia. Es mi novia, el amor de mi novia. Véala, don Pablito. Mire su retrato. Alguna vez le diré que usted lo tuvo en sus manos. Eso la hará feliz.
Me alargó la fotografía de una muchacha sonriente.
—Ella me quiere por usted, don Pablito, por sus versos que hemos aprendido de memoria.
Y sin más ni más comenzó a recitar:
—Desde el fondo de ti y arrodillado, un niño triste como yo nos mira…
En ese momento se abrió la puerta de un empellón. Eran mis amigos que volvían con refuerzos armados. Vi las cabezas que se agolpaban atónitas en la puerta.
Salí lentamente. El hombre se quedó solo, sin cambiar de actitud, diciendo “por esa vida que arderá en sus venas tendrían que matar las manos mías”, derrotado por la poesía.
Fuente: Neruda, Pablo, Confieso que he vivido, Planeta Agostini, Madrid, 1997.