Por Stefan Zweig
No he visto en Rusia nada más grandioso e impresionante que la tumba de Tolstoi. Ese augusto monumento, venerable centro de peregrinación de las generaciones futuras, queda desplazado y solo, sombreado en el bosque. Un sendero estrecho, que discurre sin aparente plan entre claros y maleza, conduce a este túmulo, que no es otra cosa que un pequeño rectángulo amontonado de tierra, que nadie vigila ni ampara, a la sombra única de unos pocos grandes árboles. Y esos árboles descollantes, mecidos suavemente por el viento del temprano otoño, fueron plantados por el mismo León Tolstoi, según me refiere su nieta. Su hermano Nicolás y él habían oído, cuando niños, de boca de alguna ama o aldeana, la antigua conseja de que allí donde se plantan árboles se constituye un lugar de felicidad. Y por eso, jugando, habían hincado por las buenas en la tierra unos cuantos renuevos en determinados lugares y no habían tardado en olvidar este juego de niños. Sólo al cabo de mucho tiempo se acordó Tolstoi de aquella anécdota infantil y del extraño augurio de felicidad, que se presentó de repente al hombre fatigado de la vida como provisto de un significado nuevo y más bello. E inmediatamente expresó su deseo de ser enterrado bajo aquellos árboles plantados por él mismo.
Se cumplió puntualmente esta voluntad de Tolstoi, y aquel lugar pasó a ser la tumba más bella, impresionante y triunfal del mundo. Un pequeño túmulo rectangular en medio del bosque, recubierto de flores –nulla crux, nulla corona–, sin cruz, ni lápida, ni inscripción, y ni siquiera el nombre: “Tolstoi”. El gran hombre está enterrado en el anonimato; el que sufría como ninguno bajo el peso de su nombre y fama, enterrado como cualquier vagabundo hallado por casualidad. A nadie se impide el acceso a su último lugar de descanso; la débil cerca que lo rodea no está cerrada: nada protege el descanso de León Tolstoi sino el respeto de los hombres, que, en otros casos, se complacen en turbar con su curiosidad las tumbas de los grandes. Pero aquí justamente la irrefutable sencillez proscribe la desatada curiosidad e impone hablar en voz baja. El viento susurra en los árboles que cobijan la tumba del anónimo; el sol juguetea sobre ella; la nieve pone en invierno su tierna nota de blancor sobre la tierra oscura, y se podría transitar por aquí, verano e invierno, sin advertir que ese pequeño rectángulo prominente acogió en su seno la parte terrena de uno de los hombres más poderosos de nuestro mundo. Mas precisamente ese anonimato conmueve más que todos los mármoles y pompas posibles: de los centenares de personas de hoy, este día excepcional, ha atraído hacia su rincón de descanso, ninguno ha tenido el atrevimiento de tomar como recuerdo ni una sola flor del oscuro túmulo. Nada de este mundo resulta más monumental –eso se experimenta de continuo– que la suprema sencillez. Ni la cripta de Napoleón bajo los mármoles de los Inválidos, ni el sepulcro de Goethe en la tumba principesca de Weimar, ni el sarcófago de Shakespeare en la abadía de Westminster impresionan a su vista una y otra vez las fibras más humanas del hombre como esa conmovedora tumba anónima perdida en el bosque, con su solemne silencio, en la que sólo susurra el viento y que está desprovista de todo aviso y palabra.
Fuente: Zweig, Stefan, Hombre, libros y ciudades, Editorial Juventud, Barcelona, 1963.