Por Sebastián Robles
Edgar Bayley murió en 1990. Diez años después, la editorial donde yo trabajaba en aquel entonces publicó la primera edición de sus obras completas. La familia nos había alcanzado una caja con papeles y recortes de diario que estaban en la casa de Bayley para que los revisáramos en busca de algún material interesante. Era un desorden de hojas manuscritas y mecanografiadas, la mayoría impublicables. Me pusieron a leer una por una. Había muchas versiones preliminares de sus poemas. Rescaté algunas cosas, pero lo que más nos llamó la atención fue que muchos de ellos estaban escritos en hojas con membrete de La Caja Nacional de Ahorro y Seguro. Parece que Bayley fue empleado ahí durante muchos años, así que la editora me mandó a hablar con los empleados para ver si algún viejo todavía se acordaba de él y nos contaba alguna anécdota que se pudiera agregar al prólogo. Nos intrigaba la personalidad del autor de esos poemas y textos con los que habíamos convivido durante casi un año. Fui dos o tres veces a un edificio que quedaba cerca de Plaza Congreso hasta que me atendió un empleado del archivo. Era un viejo muy gordo, con olor a pucho, que ya debía estar cerca de la jubilación. Hablaba y la transpiración caía sobre su escritorio. Se acordaba de Bayley pero no lo ubicaba con ese nombre, que era en realidad un seudónimo. Yo saqué la libreta que me había comprado para anotar:
-Sí, Maldonado, me acuerdo. Buen tipo, llegaba temprano. Tomamos café juntos muchas veces. No sé de qué hablábamos, fue hace mucho tiempo. ¿Así que era escritor, che?
No había muchas versiones de “Todo el viento del mundo” entre sus papeles. Sólo recuerdo una, mecanografiada, idéntica a la que había sido editada. “Un camino. Nos volvemos viento. Todo el viento del mundo”. Volví a leerlo muchas veces desde entonces y no puedo desprender esas palabras de la imagen de Maldonado, el empleado casi anónimo, sentado en una oficina oscura donde escribía en secreto, durante los momentos de tranquilidad. Es un poema hermético, que sin embargo transmite una sensación de libertad que me resulta contagiosa, como un artefacto muy bien construido para escapar de una realidad adversa, o un respirador artificial que amenaza con volverse real en cualquier momento. Y esa tal vez sea, pienso a veces, la única función posible de la escritura, la más genuina y vital.
Todo el viento del mundo
por Edgar Bayley
No he de volver al aire. Caminos. Caminos del libre odio, sombras, torpezas que rescatas en la espiral. Serpiente del lanzamiento. Odio, razón de vida, vino del sueño del sueño vidente, cosecha entre las rocas. No he de volver al aire. Condena, sospechas, abolición del hermano, cuerpo renegado de un pan sin justicia, cielo negro, tronco hostil, heridas del alba, floración lenta del rechazo.
No he de volver a la playa secreta ni cosecharé en la noche los frutos ocultos. Caminos del delirio mudo. Separación. Golpes en la muralla. Ilusión taciturna de la palabra-calle de la furia. Allí mismo, flor de la guerra, destrucción del valle, lógica del poder. Tierra de nadie, aridez del rechazo propio. Rechazo de los otros, sangre del desamor. Dominio del cuidado. Estrategia del desprecio. Libre serpiente, sembradora de la renuncia y la negación.
Nadie se consuela, nadie se compadece en las arenas del desprecio. Los días no colman ninguna ternura. Con los ojos abiertos, con la memoria vacía, asistimos a la fiesta de la destrucción. Ni ellos ni yo. No será parea nadie la patria verdadera. No serán para nadie las linternas y la confianza. Reino de la traición, sin dudas ni dioses. Juegos del odio, milagro de la crueldad.
Pero el viento prosigue, más allá de la humillación y la alegría, cantando la transformación de los colores, igualando el desprecio con la esperanza, el cuidado con la inocencia. El rechazo, al quedar solo, se hace habitable. Se establece, habla sin declamación ni cálculo.
Es mi propiedad en la arena. Es una voz al borde de la destrucción. La negación que hace un hombre, todos, más allá del cuidado. Va a nacer del asco un rostro.
Los ojos abiertos mirarán por fin.
Alguien es finalmente para sí mismo, para los otros. La catedral del desprecio abre sus ventanas. La libre serpiente llama, descubre. No hay caídas ni impaciencias en esta luna fría. No hay temor en las fronteras del bosque. El reflejo cede ante el agua de la fuente.
Un nombre. Una lucidez fraternal. Un nacimiento. El mundo llega a ser un tú. Canto. Luz en la piedra fecundada. Nos reconocemos. Luminoso cielo oscuro. Sangre del desamor enamorada. Rostro del hermano. Admisión del sí mismo en el rechazo. Lentamente surge la compañía de los otros. Un camino. Nos volvemos viento. Todo el viento del mundo.
Fuente: Bayley, Edgar, Antología personal, Centro Editor de América Latina, Buenos Aires, 1983.