Por Carlos Fuentes
¿Podía yo, un mexicano que aún no había escrito su primer libro, sentado en una banca en una mañana de comienzos de primavera, mientras amainaba el bise, ese gélido viento que baja de los montes Jura, tener el coraje de explorar por mí mismo, con mi idioma, mi tradición, mis amigos e influencias, esa región que la figura literaria nos ofrecía considerar en la incertidumbre de su gestación? Cervantes lo había hecho en una situación cultural precisa: le dio existencia al mundo moderno al hacer que don Quijote abandonara la seguridad de su pueblo (un pueblo cuyo nombre, hay que recordarlo, ha sido olvidado) y se aventurara por los caminos, los caminos de la intemperie, de lo desconocido y lo diferente, para perder lo que ha leído y ganar lo que nosotros, los lectores, leemos en él.
La novela se aventura siempre por los caminos de don Quijote, parte de la seguridad de lo análogo a la aventura de lo diferente e incluso de lo desconocido. Ése era el camino que yo, a mi manera, quería recorrer. Leí a Rousseau, o las aventuras del Yo; a Joyce y a Faulkner, o las aventuras del Nosotros; a Cervantes, o las aventuras del Tú, al que él llama desocupado, amable lector: tú. Y leí, bajo una lluvia de fuego y a la luz del relámpago del entusiasmo, a Rimbaud. Su madre le preguntó de qué trataba cierto poema. Y él le contestó: “He querido decir lo que allí dice, literalmente y en todos los otros sentidos.” Esta afirmación de Rimbaud ha sido una regla inflexible para mí y para todos los que escribimos hoy; y el actual vigor de la literatura del mundo hispánico, al cual pertenezco, no es ajeno a esa manera en que Rimbaud veía la escritura: di lo que quieres decir, literalmente y en todos los otros sentidos.
Creo que en Suiza imaginé lo que algún día trataría de escribir, pero primero tenía que cumplir mi etapa como aprendiz. Sólo muchos años después pude escribir lo que entonces imaginé; sólo años después, cuando supe no sólo que tenía las herramientas para hacerlo, sino también —algo igualmente importante— cuando supe que, si no escribía, la muerte no lo haría por mí. Uno comienza a escribir para vivir. Uno acaba escribiendo para no morir. El amor es el matrimonio de ese deseo y ese temor. He deseado a las mujeres a las que he amado por ellas mismas, pero también porque sentía temor de mí mismo.
Fuente: El boomeran