Título: La uruguaya
Género: novela
Por Alberto Cano
Desde la primera página de La uruguaya (Pedro Mairal, 1970) se muestra un narrador en primera persona que vive la melancolía del presente a través de un pasado culposo (“Les dí mi beso de Judas a vos y a Maiko”). Lucas es un escritor de 44 años abúlico y mantenido por su esposa que adora a su hijo pero sueña liberarse de esa estancada existencia navegando hacia la trasgresión. Para eso, viaja a Montevideo con el plan de contrabandear los dólares de un anticipo editorial y luego conquistar a Guerra, una veinteañera intrigante que conoció durante el verano pasado y a quien idealiza como una fantasía que lo consume y lo carcome mientras sobrelleva su complicada relación conyugal. Así, el autor de Una noche con Sabrina Love (Premio Clarín 1998), El año del desierto y Salvatierra nos envuelve en un mundo “adulto” con indecisiones y reproches que existen en su propia imaginación, casi una endeblez del “macho posmo” descripto por José Luis Álvarez Fermosel –ausente a los 40, no se juega, no se responsabiliza, no se compromete, “se cuelga”– donde la visión adolescente revive recuerdos y se flagela bajo el axioma de que todo tiempo pasado fue mejor. Con apenas 168 páginas, la novela emplea una prosa dinámica mediante la cual el protagonista cumple su odisea entre Buenos Aires y Montevideo incluyendo ciertas descripciones concretas -su odio hacia los médicos, los cuidados de su hijo, un festival literario en Valizas, una internación postviaje- que nos desafían también con reflexiones marcadas por el descontento y la inmadurez para el compromiso (“pero yo no concretaba proyectos, no terminaba de firmar nada con nadie, no quise dar cursos ni clases y creció un silencio que se fue acumulando con los meses, a medida que se despegó la bacha de la cocina y yo la apuntalé con las latas”).
Lo que se expresa así es una nostalgia de niño de clase media alta con todo servido (“desde que aparecí en el mundo fui un derroche de billetes: casa, comida, clubes, colegio inglés, uniformes, ortodoncia”), alguien que sufre las responsabilidades de ser un adulto escritor/profesor/padre/amo de casa. Peor aún, las discusiones con su pareja desatan una falta de intimidad insoluble, cuya frustración sexual se desarrolla en forma de celos (“¿y dónde se veían, Cata? ¿En telos? Nunca fuiste muy de telos, y quizá por eso mismo te daba morbo”) y en consejos para una amante (“tenés que guardar una bombacha limpia de repuesto en la cartera, usar el bidet antes y después de cada polvo, controlar la obsesión”) que derivan en una sexualidad definida por manifestaciones explícitas (“perdón, perdón, me voy a hacer una perforación genital. Así, mi pija se comunica con tu piercing por telepatía”) en contraposición a un deseo etéreo por Guerra que difícilmente logra consumarse. Al decir de Zygmunt Bauman, en estos tiempos de modernidad líquida –flexible y voluble– las trasgresiones de Lucas alternan así la alegría de gustos postergados con el acto de asumir amargas consecuencias por su aventura uruguaya. Principio de un desenlace posmoderno donde se abandona toda esperanza de unidad, tanto futura como pasada, al regreso de Montevideo se exponen sorpresas que promueven una existencia más “sólida”, con menos vibraciones y deslices, pero con mayor armonía en los vínculos afectivos. Algo que le permite al protagonista de La uruguaya expresar de un modo auténtico que “escribo sobre lo que me pasa”: despojado del soñador inmaduro, tiene que adaptarse a una vida de adulto laburante sin imaginación y que retrata su realidad cotidiana en libros y columnas de radio.
Escrito en el marco del curso Periodismo cultural: la reseña, el artículo y la crónica.