Por Mónica Sifrim
En una colección pequeña de Sudamericana, con tapas de papel madera, se publicaron muchos libros memorables, como por ejemplo “Extracción de la piedra de la locura” de Alejandra Pizarnik o “En la letra, ambigua selva” de Alberto Girri. En esa misma colección conocí también la poesía de Miguel Ángel Bustos. Cuando leí por primera vez su“Visión de los hijos del mal” no sabía nada sobre el autor ni su historia. Más tarde me dijeron que lo habían secuestrado en 1976. Yo, que por entonces era una adolescente, creía que la causa de su desaparición había sido su poética feroz, que la belleza era en sí misma un artefacto peligroso que podía detectarse. Estaba equivocada, pero solo en parte. A Bustos se lo llevaron por razones políticas, pero con los años corroboré que la belleza, cuando no concede nada, molesta a los zares de turno que desearían expulsarla de la República o adosarle alguna función social verificable. Miguel Angel Bustos sabía que, en la intemperie de la poesía, le tocaba conversar con Dios, no con el César. Su intensidad obedece a esa disociación: es la negativa del artista a pronunciar una verdad moral, cuando lo que desea es “la moral de los pájaros”. En su último libro, “El Himalaya o la moral de los pájaros” (1970), Bustos va tras la huella de una experiencia alucinatoria, como si le hubieran revelado un manuscrito sin límites que explicara las conexiones últimas entre todas las cosas. Si pudiera hablar con él, no me interesaría interpelarlo por sus opiniones artísticas o políticas. Quisiera preguntarle qué se leía en ese manuscrito.
Arreglo con frutas e instrumentos de verano
por Miguel Ángel Bustos
Naranjos
hasta cuándo serán naranjos las calles del Tigre
y no el corazón de mi amor.
Pulpa de tu tremenda boca la toqué y se fue por la noche entre
los naranjos volvió para pegarme como la rama más
débil o
la ola más fría iniciando la tormenta
Y yo que creí que nos pondríamos juntos en nuestra vida de
mil años.
Trompa apaga la luz que desciendo solo a la ciudad de los
hombres. Apaga lamento de hierro y bronce entre los
naranjos.
Ahí voy lava tu cuerpo y vamos. Ah santa piel joven el mundo
será nuestro.
Silencio con la sorda alegría. Ahora duerme al fin. Clarín
entre los naranjos.