Por Martín Moreno Francese
La noticia de que habían reventado el local de la calle Defensa 845 me llamó la atención porque venía escribiendo sobre los objetos nazis que habían secuestrado unos días antes en Beccar y porque por ese lugar paso todos los días. El artículo en el que trabajaba en ese momento iba a hablar acerca de la inexistencia de los “objetos angelicales”, una frase sobre la que habíamos conversado con unos amigos y con la que, básicamente, estaba de acuerdo. En efecto, pensaba, un cascote de cemento y hierro retorcido no significa nada, pero encima del escritorio de Bin Laden y con el cartel de “Torres Gemelas”, la cosa asume otro sentido. Así que ese día hice lo de siempre, pero en vez de seguir de largo entré en el mercado de antigüedades que funciona en el ex cine Cecil, en San Telmo, y que ahora se llama Galería Inmaculada Concepción. La idea era ver qué se podía averiguar sobre Militaria J. B. de Molay y sobre el tipo al que le habían secuestrado una bayoneta alemana de bomberos para tropa, un birrete de las juventudes hitlerianas y un casco de un cuerpo de artillería antiaérea, la Luftschutz, junto con otros fetiches del nacionalsocialismo, cuyos valores rondaban entre los 300 y los 500 dólares cada uno.
El tema de los nazis en la Argentina había vuelto al ruedo apenas una semana antes, cuando distintos medios nacionales e internacionales informaron sobre el descubrimiento de un supuesto “tesoro nazi en la Argentina” después del allanamiento de la casa de un anticuario de Beccar, Carlos Olivares. En un lugar “especialmente acondicionado”, la división Protección de Patrimonio Cultural de la Policía Federal Argentina había encontrado una colección de objetos que los medios no habían dudado en atribuir a reconocidos criminales nazis refugiados en la Argentina. Entre esos objetos había una lupa que podría haber pertenecido a Adolf Hitler, la pintura de un paisaje al parecer firmado por el secretario personal del Führer, Martin Bormann, una fotografía con el membrete de la casa del retratista personal de Hitler, algunas piezas del Ministerio de Agricultura nazi, una institución que dirigía el argentino Walther Darré, un medidor de curvaturas craneanas y mucho más. Olivares, el coleccionista, alegó que las reliquias eran parte de su colección privada y que poseerlas no representaba ningún delito. Sin embargo, los objetos fueron secuestrados porque, según la jueza a cargo de la causa, infringirían la Ley 23.592, que determina “prisión de un mes a tres años a los que participaren en una organización o realizaren propaganda basados en ideas o teorías de superioridad de una raza”. Pocos días después del “hallazgo”, el tratamiento de la noticia recibió la reprobación de Sergio Kiernan, quien desde la contratapa de Página 12 y bajo el título “El amarillismo nazi”, escribió: “Hay formatos que se resisten a desaparecer, a dejarnos en paz. Uno es el que asocia nazis con Argentina, un lugar común irresistible para los diarios, para la web, para los medios de todo el mundo. Si hay un yeti en Nepal y un dinosaurio en un lago de Escocia, hay nazis en Argentina, aunque el calendario marque que ya deben ser todos centenarios. Y no importa si Néstor Kirchner exorcizó los fantasmas apenas asumió, abriendo los archivos de Migraciones y revelando el tamaño real –enorme, de a decenas de miles– de la llegada de ustachas, fascistas y nazis. Y no importa que este sea el país de la memoria, el único que enjuicia genocidas. Que Argentina sea un país con nazis, de nazis, es divertido y vende”. Por su lado, Infobae delegó la tarea de editorializar la noticia en la periodista Silvia Mercado: “Que haya peronistas que todavía sigan negando los lazos entre el nazismo y el peronismo original, el vínculo personal entre Perón y muchos criminales de guerra, el crucial aporte de recursos nazis para su llegada al gobierno, la ausencia de críticas del fundador del movimiento al Holocausto y -por el contrario- el disgusto que expresó en reiteradas oportunidades a los tribunales de Nüremberg, es otra prueba más de la poca tolerancia a la verdad que sigue habiendo en la Argentina”.
Ambas posturas, la que hacía centro en el descubrimiento del uso mercantil de la noticia y en la obra de reparación peronista respecto al tema, y la que enfatizaba el vínculo del peronismo con el nazismo y la imposibilidad de asumir esa verdad, sintetizan de manera acabada las polémicas que aún genera el tema en Argentina. Sin embargo, eran notas periodísticas que también decían muy poco de los objetos en sí, aunque Kiernan señalaba un poco irónicamente el “gancho” amarillista utilizado por los medios al referirse a ellos como que “habrían” pertenecido a tal o cual criminal de guerra o incluso al propio Hitler. En esa línea, la cuestión periodística había ido derivando poco a poco hacia la autenticidad o no de los objetos. ¿Eran verdaderos o no? O, como señalaba Kiernan, ¿eran una excusa utilizada por los medios para vender? A tal punto se había “torcido” el asunto que, con motivo del allanamiento del local de San Telmo, Infobae dedicó una nota para señalar que “dentro del gorro militar los efectivos policiales hallaron una amarillenta y ajada hoja de un diario nazi publicado el 10 de diciembre de 1943. Se trata de una publicación que el NSDAP, el partido de Adolf Hitler, tenía en el “Gau” de Baviera”. Todo esto para dar visos de verosimilitud al segundo hallazgo. Sin embargo, desde mi punto de vista, la cuestión pasaba por otro lado. En efecto, ¿era la autenticidad de los objetos o lo que significaban lo que estaba en juego? Dicho con otras palabras, en el momento en que eran aislados en un estuche y catalogados como “reliquias” o “antigüedades”, ¿cambiaba su significado? ¿Dejaban de ser nazis porque en vez de haber sido fabricados en 1940 eran del 2010?
En la galería no hay esculturas de 15.000 años, pero muchos propietarios de locales tienen el color de la cera y el mármol. El olor a comida del local 4, un café y restaurant con algunos parroquianos, inunda el hall de entrada. También el dueño del Militaria parece de cera. Lo veo al pasar, porque su puesto está justo frente al café. No me decido a entrar, así que paso a la antigua sala del cine, que aún conserva la pendiente y el marco en que ubicaban la pantalla. Una doble fila de locales, muchos vacíos, divide en dos el auditorio. Un anticuario me sale al cruce. “¿Busca un local en particular?” Cuando le respondo que no me explica que mucha gente compra por internet y después viene y no sabe dónde buscar. Al final del pasillo, sobre un pedestal amurado, una virgen teatralmente iluminada reafirma el nombre de la galería. A su izquierda, un cartel reza “Se alquila”. Pasillo arriba sorprendo la conversación a medias empezada de un grupo de propietarios.
– Qué malaria qué hay -dice uno-. No entra nadie.
– Más con el quilombo este de los nazis.
– El problema es que está prohibido exhibirlos.
– ¿Pero estaban en exhibición o tapados?
-Las esvásticas, tapadas. Los cascos y eso no.
La operación mental que deriva en la identificación de la esvástica con el nazismo es inmediata. Y esto es así como consecuencia de una construcción histórica, política y cultural que hace que la contemplación de sus símbolos no nos deje indiferentes. En mi opinión, la cuestión de los objetos nazis va más allá de que sean verdaderos o falsos, está en lo que representan y significan, en eso que está grabado a fuego en la memoria colectiva. En otro orden, pero en el mismo sentido, el hecho de que la lupa de Hitler o el paisaje firmado por Martin Bormann sean pasibles de convertirse en valores de cambio, resulta aberrante precisamente porque, como señala Kiernan, quienes los atesoran y pagan fortunas por ellos lo hacen porque conocen cómo acabó la historia. Frente a esto, en el mundo actual, donde los seres y las cosas son considerados meras mercancías, solo resta rendirse “ante la orgía de la tolerancia”. Hace tiempo que el mundo marcha en una dirección.
Es de mal gusto espiar las conversaciones ajenas, así que regreso al local que me interesa. El conjunto ofrece una impresión poco favorable: las paredes de alambre simulan una jaula y el color crema y óxido mezclado con las antiguallas no tienen ángel. Tres maniquíes vestidos con uniforme custodian la entrada y adentro hay de todo: armas de fuego, sables, cuchillos, condecoraciones, medallas, cascos y sombreros, soldaditos de plomo. Acodado en el mostrador, el anticuario ojea un libro, indiferente al que entra a curiosear. Si a esto se suma la mirada inerte de los muñecos, se tiene un cuadro aproximado de la atmósfera. La recorrida no puede durar mucho: el cubículo tiene tres por cuatro. En uno de los escaparates, entre dagas y medallas, veo la bayoneta de bomberos de la Segunda Guerra Mundial. Supongo que al no tener la esvástica, la cruz gamada o el águila, la bayoneta sobrevivió a la requisa. No hay señales del resto. Un cúmulo de insignias del Ejército Rojo destaca por su colorido. También un casco blanco de aviador y otro que imita al de los caballeros medievales. Antes de salir observo un traje del Regimiento de Patricios y echo una última mirada al vejete que, por un instante, levanta la vista, toma una tarjeta y educadamente dice:
– Si necesita algo puede buscarlo en nuestra página.
Escrito en el marco del curso Periodismo cultural: la reseña, el artículo y la crónica.