Por Franz Kafka
Por fin, al cabo de cinco meses de mi vida durante los cuales no he podido escribir nada que me dejase satisfecho y de los que ningún poder me resarcirá, aunque todos estarían obligados a hacerlo, tengo la ocurrencia de volver a hablarme a mí mismo. Siempre que me he interrogado realmente a mí mismo he respondido, siempre hubo algo que sacar de mí, de ese montón de paja que soy desde hace cinco meses y cuyo destino parece consistir en que le prendan fuego durante el verano y arder más aprisa que lo que tarda en pestañear el espectador. ¡Ojalá me pasase eso! Y que me pasase docenas de veces, pues ni siquiera me arrepiento de esa desdichada temporada. El estado en que me encuentro no es la desdicha, pero tampoco es la dicha, ni la indiferencia, ni la debilidad, ni el cansancio, ni ningún otro interés, ¿qué es, pues? Sin duda mi ignorancia al respecto tiene que ver con mi incapacidad de escribir. Y aunque no conozco la razón de esa incapacidad, creo comprenderla. En efecto, ninguna de las cosas que a mí se me ocurren se me ocurre desde la raíz, sino sólo desde algún lugar situado hacia la mitad. Que alguien intente sostenerla entonces, que alguien intente sostener esa hierba y sostenerse a sí mismo en ella, en esa hierba que no empieza a crecer hasta la mitad del tallo. Sin duda hay individuos capaces de hacerlo, por ejemplo esos equilibristas japoneses que trepan por una escalera que no está posada en el suelo, sino en las plantas de los pies alzadas de otro acróbata que está medio tumbado en el suelo, y que no se apoya en la pared, sino que sólo asciende en el aire. Yo soy incapaz de hacerlo, aparte de que mi escalera ni siquiera cuenta con esas plantas. Eso no es todo, por supuesto, y una pregunta como ésa aún no me hace hablar. Pero cada día se ha de dirigir hacia mí al menos una línea, como ahora se dirige el telescopio hacia el cometa. Y eso, aunque luego yo apareciese alguna vez ante esa frase, atraído por esa frase, como el que fui, por ejemplo, en las últimas Navidades, cuando llegué al punto de casi no poder contenerme y parecía hallarme realmente en el último peldaño de mi escalera, la cual, sin embargo, estaba firmemente posada en el suelo y apoyada en la pared. Pero ¡qué suelo!, ¡qué pared! Y, sin embargo, aquella escalera no se cayó, tanto la apretaban mis pies contra el suelo, tanto la alzaban mis pies contra la pared.
Fuente: Kafka, Franz, Diarios (1910-1923), Tusquets, Barcelona, 1995.