Por Natalia Ginzburg
He leído Cien años de soledad por casualidad, y lo empecé sin ganas y con escepticismo. ¡Qué escépticos nos hemos vuelto! Nos hemos convertido en malos lectores de novela. Por otra parte, las novelas a las que intentamos acercarnos a menudo nos expulsan desde las primeras líneas, o bien nos parece al leerlas que estamos mascando piedras, serrín o polvo, o bien las leemos distraídos y tristes, como si estuviéramos de pie y cargados de maletas en la sala de espera de una estación, llenos de tedio y frío. No sé si la novela se muere porque a nosotros ha dejado de gustarnos, o si ha dejado de gustarnos porque pensamos que se muere. Se ha difundido a nuestro alrededor la idea de que está próxima a extinguirse, y esta idea se ha adentrado en nosotros como un sutil cansancio, envenenada de novelas malas y de alimentos muertos. Se ha extendido la idea de que es un pecado abandonarse a las novelas, que las novelas son evasión y consuelo, y lo que hay que hacer es no evadirse y no consolarse, sino quedarse firmemente clavado en medio de la realidad. Estamos oprimidos por un sentimiento de culpa ante la realidad.
Este sentimiento de culpa nos induce a tener miedo de las novelas, como si fueran capaces de mantenernos alejados de la realidad. E incluso aquellos de nosotros que no creen que sea así, respiran una idea parecida, la sufren y la padecen, pues se trata de una idea sutilmente contagiosa y la sociedad humana actual es extrañamente propicia a los contagios, las ideas verdaderas y las ideas falsas se difunden y se confunden por encima de nosotros como nubes, y se mezclan con pesadillas y espectros colectivos a causa de los cuales ya no sabemos distinguir lo falso de lo verdadero. Si hoy por hoy intentamos escribir una novela tenemos la sensación de hacer algo que ya nadie quiere y que por lo tanto no está destinado a nadie, y esto vuelve nuestra mano débil y nuestra imaginación fría y agotada, y si intentamos leer una novela tenemos la sensación de que hoy en día se nos niega y se nos prohíbe abandonarnos a un mundo imaginario que otros han creado para nosotros, y por eso encontramos infinitos pretextos para no leer aquella novela y prescindir de ella, nuestra vida demasiado ansiosa y ocupada, las inquietudes y las pesadillas y los espectros privados y colectivos que nos asedian y nos acosan de todas partes. Entonces, a veces, volvemos a las novelas del pasado, como una mina de bienes abundantes y valiosos que nuestro tiempo ha perdido. Pero aislarlos en el pasado es como tenerlos custodiados en vitrinas, como tenerlos prisioneros en los museos de la memoria. Sentimos un enorme deseo de novelas nacidas en el presente, que lleven las huellas del presente, para mezclarlas con las del pasado y gozarlas a la vez. Y no sabemos si tal deseo es compartido por otros o si somos los últimos en sentirlo, si es fruto de una insensatez de solitarios o se ha generado gracias a una exigencia universal y esencial.
Fuente: Calle del Orco