Por Juan Carlos Onetti
Creo que toda la gente tiene una zona de pureza. A veces, se le murió para siempre. A veces, misteriosamente, renace.
La gran mayoría de nuestros escritores trata de alcanzar el triunfo. Y a esto se llega de manera incidental y nunca deliberada. Si alcanzamos el éxito nunca seremos artistas plenamente. El destino del artista es vivir una vida imperfecta: el triunfo, como un episodio; el fracaso como verdadero y supremo fin.
Amigos y mujeres siempre son útiles en el sentido noble de la palabra, y amistad y amor constituyen siempre una larga serie de incomprensiones.
De chico era muy mentiroso y hacía literatura oral con los amigos: cuentos de casas hechizadas, gente que no existía y yo contaba que había visto.
(Escribo) desde niño. Y para nadie. Por lo que recuerdo ‒el recuerdo más íntimo‒, a los 13 o 14 años, a raíz de un ataque de Knut Hamsun que me dio. Escribí muchos cuentos a la Knut Hamsun. Lo había descubierto por entonces.
Era muy niño cuando descubrí que la gente se moría. Eso no lo he olvidado nunca; siempre está presente en mí.
No creo que un hombre llegue a saber que le importa una determinada cosa en especial. Los objetos y los objetos importantes van surgiendo a través de la vida misma.
Yo escribo por ataques: a veces me paso meses y meses y no se me ocurre nada. Pero siempre sé que va a volver, que siempre volverá. Y vuelve: en el momento más inesperado el tema llega y lo domina a uno. Cuando se pone a buscar el tema, como hacen algunos que no quisiera nombrar, pensando que está bien escribir esto y mal esto otro, entonces uno no es un artista. Podrá ser un correcto escritor, pero no un artista.
Creo que existe una profunda desolación a partir de la ausencia de Dios. El hombre debe crearse ficciones religiosas. El hombre debe vivir actos religiosos (debo aclarar que no me refiero exclusivamente a la vivencia de un templo). La pérdida del sentido a causa del alcohol, o causa de estar escribiendo casi obsesivamente o el momento en que se hace el amor, son hechos religiosos. La vida religiosa ‒en el sentido más amplio‒ es la forma que uno quiere darle a la vida.
No desciende una musa del cielo, pero podría decir que (al escribir) sucede lo mismo que cuando uno se enamora. De pronto uno necesita escribir. Uno se enamora y no sabe por qué.
No podría decir que los personajes me dominen a mí, pero existe una interrelación. Yo no tendría interés de escribir si supiera de antemano lo que va a pasar en mis obras.
Nunca me ha importado la crítica ni ha influido en mi obra. Creo que esta es el producto de mí mismo y aunque reconociera que el crítico tiene razón no la podría cambiar. Los errores, en este sentido, son como la cara que tengo. No se pueden cambiar.
No me siento un escritor. Sí, en todo caso un lector apasionado, capaz de conversar y discutir horas y horas sobre un libro. Pero ajeno. Y cuando uno escribe tampoco se siente un escritor, porque se está trabajando en la inconsciencia y lo único que importa es escribir. Porque hay tres cosas que a mí me han sucedido, me suceden, que tienen similitud: una dulce borrachera bien graduada, hacer el amor, ponerse a escribir. Y no se trata de fugas, sino de momentos en que la inconsciencia fluye con increíble intensidad, como no fluye con el resto de las cosas; momentos en que uno participa con todo y abre lo inconsciente, corno diría Freud. Aunque se sabe, en general, lo que va a pasar con cada una de esas tres situaciones, en realidad no se sabe lo que va a pasar. Las cosas suceden, simplemente. Cuando uno va a hacer el amor, no se pone a pensar previamente en la técnica que aplicará. Uno va y lo hace y las cosas pasan. Lo mismo al escribir. Uno se sienta con un sentimiento pero, a partir de ahí, lo que pasa es otra historia. No es la técnica.
El que pretende dirigirse a la humanidad, o es un tramposo o está equivocado. La pretendida comunicación se cumple o no; el autor no es responsable, ella se da o no por añadidura. El que quiera enviar un mensaje ‒como se ha reiterado ya tantas veces‒ que encargue esta tarea a una mensajería.
Escribir bien no es algo que el auténtico escritor se propone. Le es tan inevitable como su cara y su conducta. Además, si la literatura es un arte, En busca del tiempo perdido importa más que todo lo que se ha escrito en Hispanoamérica desde hace un siglo y medio. Acepto la posibilidad de estar equivocado, y si alguien puede citar un título o un autor que neutralice o destruya esta opinión, bienvenido sea, siempre que me resulte convincente. En caso contrario, yo no me pondría a llorar como Murena, y si fuera un joven escritor me alegraría de tener la oportunidad de hacer en América lo que hasta ahora no ha sido hecho.
Ya dije mucho y varias veces que escribir es un acto de amor. Y sin eufemismo.
Sólo la pereza me ha impedido escribir más o mejor.
Mi obra sería infinitamente más amplia y rica si yo me sintiera capaz de someterme a una disciplina. Pero no puedo.
La paz es necesaria para el escritor… Es malo estar angustiado por lo que pasa cada día. Escribir en estas circunstancias puede ser peligroso en cuanto lleva a dos posturas: o cruzarse en brazos y romper la pluma, o caer en el panfleto. Es una defensa pasiva o activa.
En México, en un congreso de escritores donde estuve hace poco me enfermaba cada vez que me decían “maestro Onetti”. ¿Maestro de qué? Es idiótico. Lo de maestro parece perfecto aplicado a un individuo que quiere adoctrinar o hacer didáctica, como Bernard Shaw. Sartre también trabaja de maestro. Pero yo no. Jamás me interesó adoctrinar. Si hasta en el Qujiote ‒que estoy releyendo por milésima vez‒ me revientan esos parrafitos didascálicos que a veces preceden los capítulos. Para mí, escribir es como un vicio, una manía. Me hace feliz escribir, me siento desdichado cuando no.
Hay tantas leyendas sobre Onetti. Hay gente, pero gente macanuda, buenos lectores, inteligentes, que dicen que mi literatura es pornográfica. Y desafío al que tenga coraje para hacerlo, a que lea todos mis libros para ver si encuentra algo de pornografía. Pero la leyenda sigue. Qué sé yo por qué…
Lo más importante que tengo sobre mis libros es una sensación de sinceridad. De haber sido siempre Onetti. De no haber usado nunca ningún truco, como hacen los porteños, o hacían cuando había plata y se lustraban los zapatos dos veces al día. O esa manía de grandeza de los porteños que siempre hablan de millones. Tengo la sensación de no haberme estafado a mí mismo ni a nadie, nunca. Todas las debilidades que se pueden encontrar en mis libros son debilidades mías y son auténticas debilidades.
En novela, el personaje es el hombre dentro de su circunstancia. Las ediciones que ahora se hacen de El Quijote no son las que escribió Cervantes; lo mismo pasa con Shakespeare. Pero ¿por qué nos siguen importando? Tengo miedo a que la gente se pierda en ese juego, en eso que dicen los franceses, de que los personajes son los objetos. Hay un tipo de escritor que ya perdió el amor a la vida. Y la novela es amor a la vida, curiosidad por situaciones y personajes.
Nunca escribí para pocos o muchos; siempre escribí para mí, dulce vicio que no castiga el Código Penal. Quemé dos novelas y media; escribí largos capítulos sabiendo que estaban de más en la novela de turno y que tendría que suprimirlos. Pero me gustaban. En mi caso el lector no es imprescindible. Sin embargo, pienso que es forzosa la existencia de escritores inéditos, que desean, ambicionan lectores y críticos. No por vanidad, no en todos los casos por eso, sino por una necesidad psíquica de medirse y ser medidos. Necesidad comparable a la del adolescente en el terreno del amor.
Yo viví en Buenos aires muchos años, la experiencia de Buenos Aires está presente en todas mis obras, de alguna manera; pero mucho más que Buenos Aires, está presente Montevideo, la melancolía de Montevideo. Por eso fabriqué a Santa María, el pueblecito que aparece en El astillero: fruto de la nostalgia de mi ciudad.
Más allá de mis libros no hay Santa María. Si Santa María existiera es seguro que haría allí lo mismo que hago hoy. Pero, naturalmente, Inventaría una ciudad llamada Montevideo.
Viví en Buenos Aires durante toda la dictadura legal de Perón. Mi confortación personal y lírica: esto no podría pasar en Uruguay.
(…)
Me acuerdo de un cubano marxista, Paul Lafargue, y de un libro suyo: El derecho a la pereza. Ignoro si Lafargue y su libro integran el Índex moscovita. No importa: pero al tipo no le faltaba razón. Si para mí escribir significara un trabajo: ninguna línea, ningún día.
Todos coinciden en que mi obra no es más que un largo, empecinado a veces inexplicable plagio de Faulkner. Tal vez el amor se parezca a esto. Por otra parte, he comprobado que esta clasificación es cómoda y alivia.
Así como el hombre, ante circunstancias diversas asume posiciones diversas y maneras de solucionar sus conflictos también diversos, de la misma manera ocurre con la literatura. El escritor debe enfrentarse a cada tema nuevo de una manera nueva. No podía trabajar Los adioses de la misma manera que trabajé Juntacadáveres. El tratamiento es siempre otro ante cada nueva creación.
El infierno tan temido ocurrió, realmente, en Montevideo. La anécdota me fue contada por Luis Batlle Berres, a quien continué queriendo y admirando. Me advirtió que yo carecía de la pureza necesaria para transformarla en un relato.
(El astillero) no fue una profecía, ni tampoco un juego en el campito ilimitado de la futurología. Se trataba de la sensación de que algo hedía muy fuerte, no sólo en Uruguay o en Dinamarca. Hoy, el olor aumenta. Es indudable que los embalsamadores llegarán puntuales y que la hedentina será disimulada durante un tiempo.
(“Un sueño realizado”) nació de un sueño; “vi” a la mujer en la vereda, esperando el paso de un coche; “supe” que también ella estaba soñando.
Prefiero La vida breve. Es la que tiene más pretensiones de profundidad y la que rinde más derechos de autor.
Me siento bien ante los grandes poetas. Los demás no me importan. No hay términos medios en la poesía.
Es muy curioso lo que sucede ahora con los escritores latinoamericanos. El noventa por ciento de los que interesan son de izquierda y hay que suponer que abogan por una mayor comunicación entre escritor y lector; sin embargo, con ese absurdo abuso de las técnicas están haciendo ‒o ha, peligro de que hagan‒ una literatura de incomunicación.
Por el camino de la exageración técnica se llega a una incomunicación y pienso que el escritor debe fundamentalmente comunicarse con el resto de los hombres. De lo contrario su obra pierde el verdadero sentido.
Yo no sé quién me va a leer y cuando escribo no pienso en quién me lea. Creo que sería un error terrible del escritor tener presente al lector en el momento de escribir.
El que me interesa es el lector desconocido. El que misteriosamente me envía una carta.
El escritor no desempeña ninguna tarea de importancia social.
El escritor está sometido a su compromiso esencial con la condición humana: sólo que yo creo que el mensaje se tiene adentro y sale. Ahí está Balzac, por ejemplo, pintando una sociedad entera y quizás jamás se propuso hacerlo: lo hizo, simplemente. El medio influye sobre el escritor sin que el escritor pueda siquiera darse cuenta de ello: cada cual lleva al medio dentro de sí. En el sur de Estados Unidos, por ejemplo, el medio ha de haber influido como en un proceso de ósmosis sobre los escritores. Faulkner, Caldwell, Mc Cullers no se pueden haber confabulado todos para mentirnos. Esa atmósfera sureña de sexo y violencia está alrededor de ellos y en ellos mismos.
La literatura jamás debe ser “comprometida”. Simplemente debe ser una buena literatura. La mía sólo está comprometida conmigo. Que no me guste que exista la pobreza es un problema aparte.
No creo ‒y esto lo digo categóricamente‒ que el lenguaje sea un personaje dentro de la novela. Pienso que es un instrumento que cada escritor utiliza y renueva según su creación se lo exija, pero en ningún momento como personaje. Los personajes de una novela son los hombres y todo cuanto los mueve es sencillamente la vida. El artefacto lenguaje no puede estar por encima de la vida misma y de los hombres corno protagonistas de una novela o un cuento.
No me interesan los novelistas como Robbe-Grillet. Creo que ellos trabajan la literatura como una disciplina de laboratorio y en un sentido totalmente intelectual tratando de hacer una novela objetiva, casi fotográfica. Lo curioso está en que por esa vía de un supuesto objetivismo tan sólo han llegado a un casi completo subjetivismo. Han hecho de la técnica lo mis importante y es necesario tener claro que la técnica es tan sólo un instrumento del cual debe hacerse el mejor uso, sin llegar a convertirlo en el asunto central de la creación.
Algunos creen que Europa está terminada y que, por esa razón, los europeos miran hacia aquí, para renovase. Macanas. A los europeos les gusta el colorido tipo Asturias, pero a lo que es universal, como Cortázar, no le dan calce. Como si ese campo se lo reservaran solamente para ellos. En Europa hay periodos de muerte y resurrección. Eso es todo con Europa. Ahora parece atravesar un periodo de decadencia. O de exceso de intelectualismo. La técnica ante todo, como procura Robbe-Grillet. Para mí, la novela debe ser integral, una obra de arte o no.
La literatura se termina. Pero, ¿empieza otra o no? ¿Y cómo empieza? Me da miedo cuando dicen “lenguaje subjetivo”. Todo es subjetivo en Literatura, desde el punto de vista del que la hace. Pero la historia es organizar el caos subjetivo y ese que nos rodea, volverlos comprensibles.
Hay muchos que hacen periodismo en la literatura. Que me perdonen, pero será que no pueden hacer otra cosa. Entonces se quieren defender con técnicas.
La renovación técnica es importante, pero no puede desligarse del contenido… Joyce fue revolucionario en su Ulises porque su libro no podía haberse escrito de otra forma. Aquello era una renovación sincera, y no lo que hacen los escritores que se limitan a utilizar nuevas técnicas sin que estas respondan al contenido.
Conversando con García Márquez, este me decía que la gran tragedia del escritor para el cine es ver ya filmado todo cuanto ha escrito, por cuanto nunca lo que queda en las imágenes cinematográficas es igual a lo que el guionista ha pensado.
Como dijo alguien cuyo nombre lamento no recordar, los escritores se dividen en dos grandes categorías: los que quieren llegar a ser escritores y los que quieren escribir. Basta leer algunas de sus páginas para clasificarlos sin error. A los primeros les aconsejaría apurarse porque según mi amigo Lord Keynes ‒uno de los estilistas que más admiro‒ un “bum” se caracteriza por su breve duración relativa. Los segundos no necesitan ningún consejo.
El “bum” debe ser discriminatorio. Si partimos de la base de que es un fenómeno bien organizado por revistas y editoriales, creo que forzosamente se va a tender a prestigiar a determinados autores. Esto es muy evidente en Buenos Aires. Se nota la facilidad con que se erige a fulano de tal como el más grande novelista de América. Y fulano de tal puede ser un desconocido. Lo imponen, venden sus libros y luego lo dejan caer. La gente termina desilusionada, pero no sabe si el tipo fue malo desde el principio.
Pasado el “bum”, los pacientes jurados de numerosos concursos idos y por venir se encontraron y se encontrarán con obras cuyos autores no tienen nada que decir y se aferran a estériles juegos de estilo, a la confusión (que siempre debe aceptarse como como profundidad y no incapacidad), a bobadas comparables con la poesía tipográfica, la deslumbrante y tan novedosa invención del culteranismo. También está y sigue nuestro amigo dadá. Con la diferencia de que los dadaístas hace medio siglo no se tomaban en serio y se hubieran indignado si un pobre burgués lo hiciera. Claro está que los trepadores todavía no son burgueses.
Cuando se dio el “bum” yo ya había escrito mucho y era conocido. Por eso digo que no tengo nada que ver (con él). El “bum” me arrastró a mí y lo hicieron los jóvenes.
Los escritores se agrupan en generaciones para ayudarse ellos mismos. Después organizan las mafias.
No creo que exista una narrativa latinoamericana como tal. Más bien me inclino a creer en la existencia de varios escritores aislados.
No creo que exista una “americanidad” como un punto común entre los escritores latinoamericanos. Miren el Uruguay: es un país chato sin montes importantes, sin bosques. Soy de la opinión de que la riqueza de García Márquez y Vargas Llosa, por ejemplo, procede en parte de la selva, el clima, la topografía, de sus países.
Proust es autor de una de las obras en prosa más poéticas que conozco. Hay que cuidar, eso sí, que el novelista no sea deliberadamente poético. Creo que la poetización deliberada lejos de ser un hecho positivo es indigna. La novela muere.
(Roberto Arlt) es el último tipo que escribió novela contemporánea en el Río de la Plata, el único que me da la sensación del genio. Si me ponen entre la espada y la pared para que señale una sola obra de arte de Arlt, fracaso. No la hay. No existe. Tal vez por un problema de incultura, pero Arlt no conseguía expresarse, nunca logró una obra organizada. Como dijo un amigo de él: “Roberto Arlt era Dostoievski traducido al lunfardo”. Un libro que yo alguna vez quise escribir sobre él, al final no lo escribí pero personalmente lo hice. Cuando yo era secretario de redacción de Reuter en Buenos Aires y visitaba a los clientes, uno de ellos era el diario El Mundo. Y allí lo conocí a Arlt, quien no digo que se suicidó, pero algo así; andaba mal del corazón y el médico le dijo que no comiera ni tomara mucho, que no hiciera mucho esfuerzo, y él, la segunda vez que lo vio al médico, se hizo los diez pisos hasta el consultorio a pie y le dijo: “¿vio que no me pasó nada al cuore?”. Era un desafío. Bueno: el libro que yo quería hacer era de testimonios de quienes lo conocieron: las diferentes interpretaciones de la gente sobre un mismo acto de Roberto Arlt. Algunos opinaban que una actitud suya demostraba que era angélico; la misma actitud, para otros, probaba que era un farsante; y había quienes aseguraban que, con esa actitud, Arlt había sacado patente de hijo de puta, posiblemente las tres cosas a la vez. Era un loco. Pero ahora es tarde para hacer ese libro, muchos testigos se murieron.
Sé que la novela fue desahuciada muchas veces y desde hace muchos años. Pero hay gente, todavía, que siente placer en contar historias y otras que son felices leyéndolas. Pienso que cuando se dice y escribe que “la novela es un género condenado a morir” lo que se afirma en el fondo, es la evolución de la novelística. Lo que ocurre normalmente a medida que generación va y generación viene.
Fuente: Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 292-294 (octubre-diciembre 1974), pp. 26-36