Por George Steiner
Hay que tomar notas, hay que subrayar, hay que luchar contra el texto, escribiendo al margen: “¡Qué estupideces! ¡Vaya ideas!”. No hay nada tan fascinante como las notas marginales de los grandes escritores. Es un diálogo vivo. Erasmo dijo: “El que no tiene libros destrozados es que no los ha leído”. Es in extremis pero encierra una gran verdad. Tener unas obras completas es recibir a un invitado a quien damos las gracias y de quien también toleramos los defectos, que incluso llegan a gustarnos. Y, años más tarde, por esnobismo o arrogancia de mandarín, tratamos de ocultar los rastros de lecturas equivocadas o falsas interpretaciones. ¡Pero es una tontería! Las puertas de la poesía se me abrieron cuando mi padre me regaló, a orillas del Sena, en los muelles -costaba cuatro perras, nadie lo quería-, Los Trofeos de José María de Heredia. Aquí la tengo, mi primera edición de Heredia. Todavía hoy sigo sintiendo que tengo una enorme deuda con ese señor muy estirado, muy pomposo, muy académico, y a pesar de todo gran poeta. El hallazgo de un libro puede cambiar una vida. Estoy (he contado esta anécdota varias veces) en la estación de Fráncfort, entre un tren y otro y -eso solo podía ocurrir en Alemania, donde había buenos libros en los quioscos- veo un libro; no conozco el nombre del autor: CELAN. El nombre de Paul Celan me intriga. Abro el libro en el quiosco mismo y me topo con esta primera frase: “En los ríos, al norte del futuro…”. Casi pierdo el tren. Y cambió mi vida para siempre. Sabía que es libro escondía algo inmenso que iba a formar parte de mi vida.
La experiencia de un libro es la más peligrosa y la más apasionante que hay. Obviamente, un libro puede corromper; es absurdo no reconocerlo abiertamente. Hay lecciones de sadismo en los libros, hay lecciones de crueldad política, de racismo. Y como pienso que Dios es el tío de Kafka (estoy convencido), no nos pone las cosas fáciles. Parece ser que, poco antes de morir, Sartre -que no era muy dado a prodigarse en elogios- dijo: “Solo uno de nosotros sobrevivirá: Céline”. Lo dijo Sartre. Es evidente que Proust y Céline se dividen la lengua francesa moderna. No hay un tercero. Y pensar que Dios ha permitido a ese asesino antisemita, a ese hooligan, a ese gángster del alma que fue Céline como escritor (no lo era en la vida real, lo que complica aún más las cosas), crear una nueva lengua y luego escribir De un castillo a otro y Norte (dos obras maestras shakespearianas, a mi juicio), me llena de desazón. Me deja muy agradecido y muy enfadado a la vez. Y trato de apartar de mí ciertos libros que son un veneno destructor.
Fuente: Steiner, George, Conversaciones con Laure Adler, Siruela, Madrid, 2016.