Por Virginia Woolf
No hay autor más adecuado que Flaubert, y, para que no nos falte espacio, escojamos un relato breve, Un corazón simple, por ejemplo, ya que se da la circunstancia de que es una narración que, prácticamente hemos olvidado.
El título nos da una base, y las primeras palabras dirigen nuestra atención hacia Félicité, la fiel criada de Madame Aubain. Y ahora comienzan a llegar las impresiones. El carácter de Madame, el aspecto de su casa, el aspecto de Félicité, sus amores con Théodore, los hijos de Madame, los visitantes de Madame, el toro furioso. Las aceptamos, pero no las utilizamos. Las ponemos a un lado, en estado de reserva. Nuestra atención salta de un lado para otro, de una impresión a otra. Las impresiones siguen acumulándose, y nosotros, sin casi fijarnos en la calidad de cada una de ellas, seguimos leyendo, advirtiendo la piedad, la ironía, observando apresuradamente ciertas relaciones y contrastes, aunque sin destacar nada, esperando siempre la última señal. De repente, nos la dan. La señora y la criada sacan las ropas del niño muerto. “Et les papillons s’envolèrent de l’armoire.” La señora besa a la criada, por primera vez. “Félicité lui en fut reconnaissante comme d’un bienfait, et désormais la chérit avec un dévouement bestial et une vénération religieuse”. La brusca intensidad de la frase, algo que, para bien o para mal, nos causa la impresión de que tiene carácter enfático, nos sorprende y nos da súbita comprensión. Ahora sabemos la razón por la que el relato se escribió. De la misma manera, más adelante, nos impresiona una frase escrita con una intención diferente: “Et Félicité priait en regardant l’image, mais de temps à autre se tournait un peu vers l’oiseau.” Una vez más sentimos aquella convicción de saber la razón por la que el relato fue escrito. Y luego el relato termina. Ahora, todas las impresiones que habíamos guardado a un lado hacen acto de presencia, y se ordenan de acuerdo con las instrucciones que hemos recibido. Algunas de ellas son relevantes, pero hay otras cuyo pertinente lugar no hallamos. En la segunda lectura, podemos utilizar las observaciones desde el principio, y estas observaciones son mucho más precisas. Pero, a pesar, de ellas, siguen reguladas por aquellos momentos de comprensión.
En consecuencia, el “libro en sí mismo” no es una forma que uno vea, sino una emoción que uno siente, y cuanto más intenso sea el sentimiento del escritor más exacta, sin vacilaciones y fisuras, será su expresión en palabras. Y, cuando el señor Lubbock habla de forma, tenemos impresión de que interpone algo entre nosotros y el libro. Sentimos la presencia de una sustancia extraña que exige ser percibida por la vista y se impone sobre unas emociones que experimentamos de manera natural, a las que denominamos con sencillez, y por fin ponemos en su orden definitivo, al sentir sus correctas correlaciones. Hemos forjado nuestro concepto de Un corazón simple, avanzando desde la emoción hacia fuera, y, terminada la lectura, no se ve nada, sino que todo se siente. Unicamente en los casos en que la emoción es débil y la artesanía excelente, podemos separar lo que se siente de la expresión, y observar, por ejemplo, cuán excelente es la forma que reviste Esther Waters en comparación con Jane Eyre. Pero fijémonos en la Princesse de Clèves. Aquí hay visión y hay expresión. Una y otra se funden tan perfectamente que, cuando el señor Lubbock nos pide que comprobemos la forma con nuestra vista, miramos y no vemos nada. Pero sentimos con singular satisfacción, y, como sea que todos nuestros sentimientos son armónicos, forman un todo que queda en nuestra mente en concepto del libro en sí mismo. Vale la pena insistir en este tema, aunque no por el sencillo medio de sustituir una palabras por otras, sino remachando, a pesar de tanto parloteo sobre métodos, que, tanto al escribir como al leer, la emoción tiene prioridad sobre todo lo demás.
Fuente: Calle del Orco