Por Antonio Muñoz Molina
Escribir un cuento es seguir una pista, más con la intuición que con la conciencia o la voluntad, como sigue un perro un rastro con el hocico pegado a la tierra, cada vez más excitado por algo que solo él percibe. El perro no mira a lo lejos: huele muy cerca, avanza a impulsos rápidos, cambiando de dirección, respirando muy fuerte, ajeno a todo lo que no sea su búsqueda.
Rejuvenece escribir cuentos, después de no haberlo hecho en tanto tiempo. El cuento es un sueño solo parcialmente controlado. Yo tenía una idea antigua y me puse a trabajar en ella, para que ese libro que vuelve a salir ahora, Nada del otro mundo, fuese algo más que una reedición. Se lo había prometido a mi editora. Un cuento de diez o quince páginas, veinte como máximo, imaginaba. Me puse a escribir y los pormenores inesperados afluían sin que yo supiera cómo controlarlos. Esa idea antigua, el científico que trabaja en un laboratorio del sueño. A las cuarenta páginas la historia había avanzado mucho pero el final no estaba cerca. Me detuve una noche en el principio de una conversación, un hombre que le cuenta a otro algo en el bar de un hotel de Bruselas. En ese hotel tuve yo una larga conversación hace casi cinco años con mi hijo Antonio, que había pasado en Bruselas unos meses con una beca de la Comisión Europea. La historia no tenía que ver con aquel viaje ni con aquella conversación, pero las imágenes de entonces proveían el escenario, un cierto tono de confidencia. Antonio y yo caminando y conversando por Bruselas a lo largo de varios días, visitando un museo en el que nos hechizaron sobre todo los cuadros de René Magritte.
Pero la historia ya no cabía en los límites aceptables para completar un libro. Me acosté con jetlag y no podía dormir. Y entonces surgió otra historia, no sé de dónde, en parte del recuerdo y en parte de la imaginación, dos niños que se cuentan al oído historias de miedo en una escuela a mediados de los años sesenta, dos primos. Yo no soy ninguno de los dos: la historia viene del mundo en el que yo crecí pero no de mi propia vida. Era como ver algo objetivamente, en lo que ni mi voluntad ni mi experiencia directa intervenían. Vi una trama posible. Lo vi todo, con todos los detalles, en mi sueño despierto, en mi largo insomnio sin angustia.
Empecé a escribir al día siguiente, sin urgencia, dejándome llevar, quizás de nuevo alarmado por la abundancia de pormenores nuevos que surgían del acto de la escritura misma. Pero este cuento, de trama tan suscinta, resultó que tampoco iba a ser exactamente breve. Una cosa lleva a la otra. Un personaje habla y hay que dejarlo que se explique. Una imagen lleva a otra, y a otra.
En el cuento no hace falta la fortaleza para la larga distancia que exige la novela; no hay tiempo para desalentarse; el final está alentadoramente cerca; el primer impulso no llega a extinguirse. El cuento es una casa prestada en la que se vive una noche, unos pocos días; una ciudad de la que uno se marcha demasiado pronto como para convertirse en residente.
En la novela se gana por puntos, dice Julio Cortázar: en el cuento hay que ganar por K.O.
Fuente: Blog de Antonio Muñoz Molina