Por Constantino Bértolo
La ironía es forma de decir lo que no se puede decir. Dice lo que no se dice. Dice otra cosa de lo que dice. Y este carácter paradójico hace de la ironía una figura especialmente atractiva para estos tiempos en los que el derecho a decir se ha vuelto sospechoso. Ese decir y no decir permite estar en dos sitios y en ninguno, cazar dos pájaros de un tiro, ser luz y sombra en el mismo espejo, boca y eco, repicar las campanas y estar en misa al mismo tiempo, contemplar con satisfacción tu propio entierro. Para entendernos: su atracción reside en que es un lujo y como tal reviste de prestigio a quien lo usa. Lujo intelectual: finura de espíritu, sabiduría escéptica, comprensión tolerante, humilde cinismo, modesta soberbia. La lúcida actitud de quien ya sabe que todas las batallas son la misma y que la derrota o la victoria son las dos caras (irónicas) de un mismo absurdo. Lo dicho: casi un tropo perfecto para una literatura que ha hecho de la seducción su estrategia predilecta.
No es extraño por tanto que el escritor se sienta atraído por esta dulce Circe que le permite instalarse en el poder de aquel que puede decir y dice, y en la cómoda irresponsabilidad del que nada dice. Musa irresistible para el escritor de nuestro tiempo: el que no quiere equivocarse. Quiere participar en el decir pero sin decir nada exactamente y ve en la ironía la elegante evasiva que resuelve el problema que plantea tal cuadratura del círculo.
Su miedo a decir (algo) se asienta en su presunta lucidez histórica: decir produce catástrofes. Su necesidad de decir, de estar entre los que dicen, tiene orígenes más inmediatos: sabe que el que no dice no existe, no “cuenta”. Al decir participa del poder. Al decir lo que no se puede decir (la ironía) participa del no poder: de lo oprimido. Vive y disfruta de esas dos legitimidades. Y en cada ocasión oportuna acudirá a cada una de ellas. Según su conveniencia. Sirve a dos amos y por eso se siente como quien no padece a ninguno. Libre en lugar de doblemente esclavo. Libre y al servicio de la única verdad posible: la irónica y de ella, la que dice y no dice, sí se quiere deudo. Servidor de ella se reclama. Sólo a su voz —que se oye y no se oye al mismo tiempo— obedece.
Nada hay por tanto de raro en que con tantas ventajas la ironía se haya constituido en el recurso más prestigioso de nuestro tiempo literario. Tiempo en que el hablar claro parece estar condenado a volverse palabra autoritaria, dogmática, totalitaria: anatema. Tiempo en el que escritor rehúsa ser árbitro, juez o testigo y teme que el decir le comprometa. La ironía goza social, cultural y literariamente de máximo aprecio y ha devenido condición y mandamiento intelectual insoslayable: toda existencia inteligente debe ser irónica, llegándose por este camino a una afirmación implícita que la sacraliza: ironía e inteligencia serían una misma cosa.
¿Pero es la ironía realmente lo que los escritores irónicos afirman que es: un mero decir que dice otra cosa que no puede ser dicha?
No, o mejor, digamos (para no ser etiquetados y silenciados bajo el rótulo de dogmáticos) no exactamente. Caben, al menos, otras lecturas del concepto más justas y adecuadas. Lo que define el ser de la ironía no es tanto su función retórica, su efecto, sino la situación que la provoca. La ironía es, en origen, el hablar del débil delante del fuerte. Y no es un hablar para ese fuerte que aparentemente es el destinatario de lo que se enuncia sino un hablar para los otros débiles que están también presentes y han de estarlo necesariamente pues sólo ellos pueden entender lo que la ironía permite. En la situación de ironía el fuerte oye pero no entiende y ese debilitamiento es lo que la ironía pretende. No es ni siquiera un recurso que el débil use para hablar al fuerte sino un código encriptado utilizado por los débiles en una situación marcada por la presencia siempre vigilante del poder. Ese es el terreno constituyente de la ironía: la situación de desigualdad. La ironía en ese contexto jerárquico es el medio que tiene cualquier hablante de ir en contra de la ley o la norma sin tener que asumir las represalias que conllevaría una incitación al combate. Sin embargo en la mayoría de los textos actuales el recurso a la ironía nada tiene que ver con la desigualdad ni con la voluntad de debilitar la posición del poder y sus discursos. Su función hoy responde más a una estrategia exhibicionista —de ahí el auge de la autoironía— que a la construcción de una obligada clandestinidad semántica. La ironía entre iguales no es ironía sino complicidad, guiño de identidades, muestra de pertenencia, ornato gratuito que a nadie pone en peligro, que nada oculta porque gusta precisamente de mostrarse como inteligencia compartida y que, encantada de haberse conocido, no hace otra cosa que mirarse en el confortable espejo de un escepticismo inmóvil. Con nombre de la ironía lo que hoy nos venden es gato por liebre.
A veces en lugar de gato nos dan perro: sarcasmo. Cuando la ironía ladra la llaman sarcasmo que es procedimiento retórico que parte también de una situación de desigualdad. El sarcasmo es el recurso de un fuerte contra el débil y está encaminado a provocar el aplauso y el reconocimiento de los otros fuertes que participan en la escena. Fuertes contra débil. Un punto de partida propicio para la producción de burla y crueldad, y las produce. Burla y crueldad dirigidas hacia alguien que ostenta una posición más débil son formas de dominio. Dominio en crudo en el caso de la crueldad. Asistir a un acto lingüístico o real de este tipo tiene más entusiastas de lo que el buen humanismo presupone. Para confirmarlo baste con recurrir al gozo que despertaban los gladiadores en el circo romano o al gesto desquiciado de los espectadores que rodean el ring durante un combate. La crueldad es una forma de catarsis aristocrática, funciona de arriba abajo, conlleva el recurso al prestigio de la fuerza bruta que acaso se asienta en nuestro cerebro de reptiles. Como versión retórica de la crueldad gratuita el sarcasmo es también un recurso que crea reconocimiento y recuento entre los que detentan poder y por eso es uso que gustan extremar los que se sienten inseguros de tal pertinencia. El sarcasmo deviene entonces más que muestra de dominio, gesto servil y disfraz del miedo, atemorizada impotencia, jactancia vana.
Se viene considerando, y creo que con razón, al escritor David Foster Wallace como un referente de primer orden a la hora de construir una literatura capaz de dar cuenta de las transformaciones sociales y culturales que sacuden el imaginario colectivo e individual de la posmodernidad global en que vivimos. En sus obras, la ironía, la autoironía y el sarcasmo se cruzan y entrecruzan con suma habilidad y eficacia narrativa si bien él mismo es consciente de las limitaciones que tal actitud estética acarrea y señala que si la ironía en un primer momento contribuye a denunciar, una vez que ya se conoce lo denunciado, deja de ser liberadora y pasa a ser esclavizadora: «la canción del prisionero que ha aprendido a amar su cueva». Para la crítica dominante sin embargo la presencia de lo irónico sigue siendo muestra suficiente de alta solvencia literaria. ¿Será que los críticos temen ser desalojados del reino de los fuertes?
Fuente: Solodelibros.es