Por Marcel Schwob
Leer en la cama es un placer de amparo intelectual acompañado de bienestar, aunque cambia de naturaleza con la edad.
Recuerden la página más interesante de la gruesa novela que devoraban después de acostarse por la noche, hacia los quince años, en el momento en que se nubla, se ensombrece, se borra, mientras la vela consumida crepita, palpita azulada en la palmatoria y se apaga. Yo me despertaba por la mañana antes de las cinco para sacar los asequibles libros de la Biblioteca Nacional de su escondite bajo mi almohada. Ahí leí las Palabras de un creyente de Lamennais y el Infierno de Dante. Nunca he releído a Lamennais, pero guardo la impresión de una terrible cena con siete personajes (si tengo buena memoria) en la que resonaba como un sonido de hierro fatal que más tarde he reconocido en un cuento de Poe. Ponía el librito sobre la almohada para recibir la paupérrima primera luz del día y, acostado sobre el vientre, el mentón sostenido por los codos, aspiraba las palabras. Nunca he releído más deliciosamente. No hace mucho intenté, una noche, retomar mi vieja posición de las cinco. Me pareció insoportable.
Una encantadora dama eslava se lamentaba un día delante de mí de no haber encontrado nunca la posición “ideal” para leer. Si uno se sienta a una mesa, no se siente en “comunión” con el libro; si uno se acerca, la cabeza entre las manos, parece ahogarse en una suerte de aflujo de sangre. En un sillón, el libro rápidamente se vuelve pesado. En la cama, sobre la espalda, uno coge frío en los brazos; a menudo la luz es mala; es molesto pasar las páginas y, de lado, la mitad del libro se escapa: no se trata de la verdadera posición.
Y, sin embargo, hay que tomar el partido. “Es malísimo para los ojos”, dicen las buenas gentes. Son las buenas gentes a las que no les gusta leer.
Solamente la edad disminuye el placer del acto reivindicado -en el que nunca se será descubierto-, y el de la seguridad de que todas las audacias de la fantasía pueden bailar a gusto. Quedan la mullida y tibia soledad, el silencio de la noche, la velada doradura que bajo la lámpara confiere a las ideas y a los lustrosos muebles la cercanía del sueño, la alegría confiada de tener consigo, junto al corazón, el libro que se ama. En cuanto a aquellos que leen en la cama “contra el insomnio”, los asemejo a medrosos que, admitidos en la mesa de los dioses, pedirían tomar el néctar en píldoras.
Fuente: Schwob, Marcel, Il libro della mia memoria.