Por León Tolstoi
Hay una vieja fábula oriental que cuenta la historia de un viajero sorprendido en la estepa por una bestia furiosa. Para escapar de la bestia, el viajero salta al interior de un pozo sin agua, pero en el fondo del pozo ve un dragón con las fauces abiertas, dispuesto a devorarle. Y el infeliz, sin atreverse a salir por temor a convertirse en presa de la bestia feroz, ni a saltar al fondo del pozo para no ser devorado por el dragón, se agarra a las ramas de un arbusto salvaje que crece en las grietas del pozo, y así queda colgado. Los brazos se le debilitan y siente que pronto tendrá que abandonarse a la muerte, que le espera a ambos lados, pero sigue aferrándose, y mientras se aferra, mira alrededor y ve que dos ratones, negro uno y blanco el otro, giran regularmente en torno al tronco del arbusto del cual está colgado, y lo roen. De un momento a otro el arbusto se quebrará, y él caerá en las fauces del dragón. El viajero lo ve y sabe que su muerte es inevitable; pero, mientras continúa suspendido, busca a su alrededor, y halla sobre las hojas del arbusto algunas gotas de miel; las alcanza con la lengua y las lame. Así me aferro a las ramas de la vida, sabiendo que el dragón de la muerte me espera inevitablemente, preparado para despedazarme, y no puedo comprender por qué soy sometido a este tormento. E intento chupar esa miel que antes me consolaba; pero esa miel ahora no me da placer, y, entretanto, el ratón blanco y el negro roen noche y día la rama de la que cuelgo. Veo claramente el dragón, y la miel ya no me parece dulce. No veo más que una cosa: el ineludible dragón y los ratones, y no puedo apartar la vista de ellos. Y esto no es una fábula, sino la auténtica, la incontestable, la inteligible verdad para todos.