Por Ernst Jünger
¡Qué no se podría decir aquí sobre los libros, que son nuestros amigos más taciturnos! La dicha suprema que ellos pueden concedernos se debe a que nos permiten encontrar la originalidad que se desenvuelve sin intención. Uno de los momentos más bellos que nos ofrecen consiste en la alegre sorpresa que nos hace estremecer cuando oímos ese crujido que anuncia la proximidad de una vida oculta, y cuando en el sotobosque de las palabras topamos con el espíritu, en cuyo paraje natural comienza a jugar su juego que nos colmará pronto con un sentimiento de alta necesidad. “Dejaré salir los pensamientos de mi pluma en el mismo orden en que se me presentan las cosas, porque así ilustrarán del mejor modo los movimientos y la marcha de mi espíritu”, dice Diderot en su prefacio a Jacques le Fataliste; y así Goethe pudo escribir en su diario que había devorado esa novela “de una sentada, como un vaso de agua, y sin embargo con una indescriptible voluptuosidad”.
Yo no conozco ningún comienzo que me haya conmovido tanto como el de la novela El aventurero Simplicissimus. La forma en que irrumpe la guerra en el alejado valle de Spessart con su séquito de incendios y muerte entre caballos piafantes; la forma en que esos acontecimientos dejan su huella indeleble en un corazón apenas despierto, tan ingenuo y pueril, en un corazón tan alemán, y la forma en que él deja su huella en ellos; la forma en que el terror se manifiesta tras la máscara de la risa, de manera que el espectador sigue su desarrollo petrificado y con los ojos desorbitados: todos estos detalles confieren al movimiento, el sentido íntimo y fundado en sí mismo de una época entera, una vida tan intensa que ningún estudio histórico podría superar, con pocos trazos, así como el arte es capaz de aprehender realmente la forma de un animal sirviéndose de pocos trazos. En este punto he de recordar a Rabelais, cuyo humor cae como un chaparrón de terrones que un jabalí furioso arrancase del suelo con hierba y raíces.