Una parte de mí siempre supo que si realmente quería ser escritor, vivir de las letras, tenía que tomarme esto tan en serio como los atletas se toman el deporte.
Si vas a pasar cierta cantidad de años escribiendo un libro, más vale que hagas algo que sea nuevo. Y eso requiere que estés totalmente perdido. Si no estás perdido, entonces estás en un lugar que otra persona ya ha descubierto: estás en territorio ya cartografiado. ¿Para qué sirve estar en territorio ya cartografiado?
Solo hay una persona hablando mientras se escribe un libro: tú. Así que se trata de buscar una estrategia para que el lector crea que lo que hay en el libro son muchas voces, una colectividad, la vida.
La literatura gana su universalidad siendo muy específica. Por ejemplo, pones a un tipo en un barco de ballenero en el siglo XVIII ¿Cuántas personas eran balleneros? Y sin embargo, esa experiencia muy, muy particular, logra representar la condición humana. Moby Dick tiene más de cien años pero aún podemos conectar profundamente con ese libro. Nos sentimos conectados con la historia pese a su particularidad.
Cualquier relato que merece la pena leer requiere que el mundo sea comunicado de una manera eficiente y, en muchos aspectos, de la forma más bella posible.
Hay que averiguar la distancia. Esa distancia perfecta desde la cual se alcanza la familiaridad, la cercanía y el calor de la narración, al tiempo que se permanece a la necesaria distancia contextual. Una zona ideal desde donde tengamos acceso a los corazones de nuestros personajes, pero también una perspectiva más amplia de lo que sucede en el conjunto de la historia.