Por Paul Auster
Yo tenía ocho años. En aquel momento de mi vida, nada me importaba más que el béisbol. Mi equipo era el New York Giants, y seguía las actividades de aquellos hombres de gorra naranja y negro con la devoción de un verdadero creyente. Incluso ahora, al recordar ese equipo que ya no existe, que jugaba en un estadio que ya no existe, soy capaz de recitar los nombres de casi todos los jugadores. Alvin Dark, Whitey Lockman, Don Mueller, Johnny Amonelli, Monte Irvin, Hoyt Wilhelm. Pero ninguno era tan grande, tan perfecto ni tan digno de veneración como Willie Mays, el incandescente Say-Hey Kid.
Aquella primavera me llevaron a mi primer partido de liga. Unos amigos de mi padre tenían asientos de tribuna en el Polo Grounds, y una noche de abril fui con mis padres y sus amigos a ver a los Giants contra los Milwakee Braves. No sé quién ganó, no recuerdo un solo detalle del partido, pero si recuerdo que, cuando acabó, mis padres y sus amigos se quedaron charlando en sus asientos hasta que todos los espectadores se hubieron marchado. Se nos hizo tan tarde que tuvimos que cruzar el campo y salir por una de las puertas centrales, que era la única que estaba abierta. Y dio la casualidad de que esa salida estaba justo debajo de los vestuarios de los jugadores.
En el momento en que nos acercamos a la puerta, atisbé a Willie Mays. No había duda alguna de que era él. Se trataba de Willie Mays en persona, ya sin el uniforme del equipo, vestido con ropa de calle a menos de tres metros de mí. Conseguí que mis piernas me llevaran hacia él, y a continuación, haciendo acopio de todo mi valor, hice que las palabras me salieran de la boca:
—Señor Mays —le dije-, ¿podría firmarme un autógrafo?
Mays debía de tener unos veinticuatro años, pero fui incapaz de llamarle por su nombre de pila. Su respuesta a mi pregunta fue brusca pero amigable.
—Claro, niño —dijo—. ¿Tienes un lápiz?
Recuerdo que estaba tan lleno de vida, hasta tal punto rebosaba juventud y energía, que no dejaba de dar saltitos mientras hablaba. Pero yo no llevaba lápiz, de modo que le pedí a mi padre si podía prestarme el suyo. Él tampoco llevaba. Ni mi madre. Y resultó que los demás adultos tampoco.
El gran Willie Mays seguía allí, mirándome en silencio. Cuando quedó claro que no había nadie en el grupo que llevara nada con lo que escribir, se volvió hacia mí y se encogió de hombros.
—Lo siento, niño —dijo—. Si no tienes lápiz, no puedo firmarte un autógrafo.
Y salió del estadio perdiéndose en la noche.
No quería llorar, pero las lágrimas empezaron a caerme por las mejillas, y no pude hacer nada para impedirlo.
Y lo peor fue que seguí llorando en el coche hasta que llegamos a casa. Sí, estaba abatido, decepcionado, pero también irritado conmigo mismo por no ser capaz de controlar las lágrimas. No era ningún crío. Tenía ocho años, y se suponía que un muchacho de esa edad no debía llorar por algo así. No sólo no tenía el autógrafo de Willie Mays, sino que tampoco tenía nada más. La vida me había puesto a prueba, y yo no había sabido dar la talla.
Después de aquella noche, comencé a llevar un lápiz conmigo allí donde iba. Adquirí la costumbre de no salir de casa sin antes asegurarme de que llevaba un lápiz en el bolsillo. No es que planeara hacer nada con él, pero no quería que me pillaran otra vez desprevenido. En una ocasión ya me habían sorprendido con las manos vacías, y no iba a permitir que eso volviera a pasarme.
Cuando menos, los años me han enseñado esto: si llevas un lápiz en el bolsillo, hay bastantes posibilidades de que algún día te sientas tentado a utilizarlo.
Como me gusta decides a mis hijos, así es como me hice escritor.
Fuente: Auster, Paul, Experimentos con la verdad, Anagrama, Barcelona, 2006.