Por Vladimir Nabokov
Tenía quince años, los lirios estaban en flor; había leído a Pushkin y a Keats; estaba locamente enamorado de una muchacha de mi edad; tenía una bicicleta nueva con manubrio reversible que podía convertirse en bicicleta de carreras (marca Enfield, lo recuerdo). Mis primeros poemas eran desastrosos, pero entonces le di vuelta al manubrio y mejoraron. Sin embargo, me llevó otros diez años darme cuenta de que la prosa era mi instrumento verdadero; la prosa poética, en el sentido especial de que dependía de comparaciones y metáforas para expresarme. De 1925 a 1940 estuve en Berlín, en París y en la Riviera Francesa. Después fui a los Estados Unidos. No puedo quejarme de que los grandes críticos me hayan relegado aunque, como siempre, y al igual que en todas partes, siempre hay uno o dos canallas fastidiándome. Me divierte el que en años recientes los cuentos y las novelas que aparecieron en inglés en los sesentas y setentas, hayan recibido una acogida mucho más calurosa que en Rusia hace treinta años.
La misión de este escritor es el simple acto subjetivo de reproducir con tanta fidelidad como sea posible la imagen del libro que tiene en su mente. El lector no tiene por qué saber y, de hecho, no puede hacerlo, cuál es esa imagen, no puede distinguir qué tan fiel es el libro a la idea que el autor tiene en su cabeza. Es decir, el lector no tiene por qué molestarse con las intenciones del autor, y al autor nada le importa si al comprador le gusta lo que consume.