Por Clarice Lispector
Las tres experiencias:
Hay tres cosas para las que nací y por las que doy mi vida.
Nací para amar a los otros, nací para escribir y nací para criar a mis hijos.
El “amar a los otros” es tan vasto que incluye hasta el perdón para mí misma, con lo que sobra. Las tres cosas son tan importantes que mi vida es corta para tanto. Tengo que apurarme, el tiempo urge.
No puedo perder un minuto del tiempo que hace mi vida. Amar a los otros es la única salvación individual que conozco: nadie estará perdido si da amor y a veces recibe amor a cambio.
Y nací para escribir. La palabra es mi dominio sobre el mundo. Tuve desde la infancia varias vocaciones que me llamaban ardientemente. Una de las vocaciones era escribir. Y no sé por qué fue ésta la que seguí. Tal vez porque para las otras vocaciones necesitaría un largo aprendizaje, mientras que para escribir el aprendizaje es la propia vida viviéndose en nosotros y alrededor nuestro. Es que no sé estudiar. Y, para escribir, el único estudio es justamente escribir.
Me adiestré desde los siete años para tener un día la lengua en mi poder. Y no obstante, cada vez que voy a escribir es como si fuera la primera vez. Cada libro mío es un estreno penoso y feliz. Esa capacidad de renovarme toda a medida que el tiempo pasa es lo que yo llamo vivir y escribir […]
El primer libro de cada una de mis vidas:
Me preguntaron una vez cuál fue el primer libro de mi vida.
Prefiero hablar del primer libro de cada una de mis vidas. Busco en la memoria y tengo en las manos la sensación casi física de sostener aquella preciosura: un libro finito que contaba la historia del Patito Feo y la de la lámpara de Aladino.
Yo leía y releía las dos historias, los niños no tienen eso de leer sólo una vez: los niños aprenden casi de memoria y, aún sabiendo de memoria, releen con mucho de la excitación de la primera vez.
La historia del patito que era feo en medio de los otros lindos, pero cuando creció se reveló el misterio: no era un pato sino un bello cisne. Esa historia me hizo meditar mucho, y me identifiqué con el sufrimiento del patito feo; ¿quién sabe si yo no era un cisne?
En cuanto a Aladino, soltaba mi imaginación hacia las distancias de lo imposible a las que era proclive: en aquella época lo imposible estaba a mi alcance. La idea del genio que decía: pídeme lo que quieras, soy tu siervo –eso me hacía caer en el delirio. Quieta en mi rincón, pensaba si algún genio me diría: “Pídeme lo que quieras”. Pero desde entonces se revelaba que soy de aquellos que tienen que utilizar los propios recursos para obtener lo que desean, cuando lo logran.
Tuve varias vidas. En otra de mis vidas, mi libro sagrado me fue prestado porque era carísimo: Travesuras de Naricita. Ya conté el sacrificio de humillaciones y perseverancias por el que pasé, pues, estando preparada ya para leer a Monteiro Lobato, el grueso libro pertenecía a una niña cuyo padre tenía una librería. La nena gorda y muy pecosa se vengó volviéndose sádica y, al descubrir cuánto me significaría leer ese libro, hizo el juego de “ven mañana a casa que te lo presto”.
Cuando yo iba, con el corazón literalmente saltando de alegría, ella me decía: ‘Hoy no te lo puedo prestar, ven mañana”. Después de cerca de un mes de ven mañana, que yo, altiva como era, recibía con humildad para que la nena no me cortara de una vez por todas la esperanza, la madre de aquel primer monstruito de mi vida comprendió lo que pasaba y, un poco horrorizada de su propia hija, le ordenó que en ese mismo momento me prestara el libro. No lo leí de un tirón: lo leí de a poco, algunas páginas por vez para no gastarlo. Creo que fue el libro que me dio más alegría en esa vida.
En otra vida que tuve, era socia de una biblioteca popular circulante. Sin guía, elegía los libros por el título. Y he aquí que un día elegí un libro llamado El lobo estepario, de Hermann Hesse. El título me gustó, pensé que se trataba de un libro de aventuras del tipo Jack London. El libro, que leí cada vez más deslumbrada, era de aventuras, sí, pero de otras aventuras. Y yo, que ya escribía cuentos cortos, de los 13 a los 14 años fui germinada por Hermann Hesse y empecé a escribir un cuento largo imitándolo: el viaje interior me fascinaba. Había entrado en contacto con la gran literatura.
En otra vida que tuve, a los 15 años, con el primer dinero ganado con mi trabajo, entré altiva porque tenía dinero en una librería que me pareció el mundo donde me gustaría vivir. Hojeé casi todos los libros de los estantes, leía algunos renglones y pasaba a otro. Y de repente uno de los libros que abrí contenía frases tan diferentes que me quedé leyendo, presa, allí mismo. Emocionada, pensaba: ¡pero este libro soy yo! Y, conteniendo un estremecimiento de profunda emoción, lo compré. Sólo después supe que la autora no era anónima, y que, por el contrario, se la consideraba una de las mejores escritoras de su época: Katherine Mansfield.
Misterio:
Cuando empecé a escribir ¿qué deseaba lograr? Quería escribir algo que fuera tranquilo y sin modas, algo como el recuerdo de un monumento alto que parece más alto porque es recuerdo. Pero quería, de paso, haber tocado realmente el monumento. Sinceramente, no sé lo que simbolizaba para mí la palabra monumento. Y terminé escribiendo cosas completamente diferentes.
Había una vez:
Respondí que lo que realmente me gustaría era poder finalmente escribir un día un cuento que comenzara así: “había una vez…” ¿Para chicos?, preguntaron. No, para adultos, respondí, ya distraída, ocupada en recordar mis primeros cuentos, escritos a los siete años, todos iniciados con “había una vez”; los mandaba a la página infantil de los jueves del diario de Recife, y ninguno, pero ninguno, fue publicado jamás. Y era fácil ver por qué; ninguno contaba realmente un cuento con los hechos necesarios para un cuento. Yo leía los que publicaban ellos, y todos relataban un acontecimiento. Pero si ellos eran tercos, yo también.
Pero desde entonces yo había cambiado tanto, quién sabe si ahora estaba preparada para el verdadero “había una vez”. Me pregunté, en seguida: ¿y por qué no comienzo?, ¿ahora mismo? Sería sencillo, sentí.
Y comencé. Al escribir la primera frase, vi inmediatamente que aún me resultaba imposible. Había escrito:
“Había una vez un pájaro, Dios mío.”
La experiencia mayor:
Antes yo había querido ser los otros para conocer lo que no era yo. Entendí entonces que yo ya había sido los otros y eso era fácil. Mi experiencia mayor sería la de ser la médula de los otros: y la médula de los otros era yo.
Aproximación gradual:
Si tuviera que dar un título a mi vida, sería éste: En busca de la propia cosa.
El uso del intelecto:
Tal vez ése haya sido mi mayor esfuerzo de vida: para comprender mi no-inteligencia, mi sentimiento, fui obligada a volverme inteligente. (Se usa la inteligencia para entender la no-inteligencia. Sólo que después el instrumento –el intelecto– por vicio de juego se sigue usando; y no podemos tomar las cosas con las manos limpias, directamente de la fuente.)
Declaración de amor:
Ésta es una confesión de amor: amo la lengua portuguesa, No es fácil. No es maleable. Y, como no fue profundamente trabajada por el pensamiento, su tendencia es la de no tener sutilezas y reaccionar a veces con un verdadero puntapié contra los que temerariamente osan transformarla en una lengua de sentimiento y de alerta. Y de amor. La lengua portuguesa es un verdadero desafío para quien escribe. Sobre todo para quien escribe sacando de las cosas y de las personas la primera capa de superficialidad.
A veces reacciona frente a un pensamiento más complicado. A veces se asusta con lo imprevisible de una frase. Me gusta manejarla –como me gustaba estar montada en un caballo y guiarlo con las riendas, a veces lentamente, a veces al galope.
Yo querría que la lengua portuguesa llegase al máximo en mis manos. Y todos los que escriben tienen ese deseo. Un Camoens y otros como él no bastaron para darnos una herencia de lengua ya hecha para siempre. Todos los que escribimos estamos haciendo del túmulo del pensamiento alguna cosa que le dé vida.
Esas dificultades, nosotros las tenemos. Pero no hablé del encantamiento de lidiar con una lengua que no fue profundizado. Lo que recibí de herencia no me basta.
Si yo fuera muda, y tampoco pudiera escribir, y me preguntaran a qué lengua querría pertenecer, diría: a la inglesa, que es precisa y bella. Pero como no nací muda y pude escribir, se volvió absolutamente claro para mí que lo yo quería era escribir en portugués. Y hasta querría no haber aprendido otras lenguas: sólo para que mi abordaje del portugués fuera virgen y límpido.
Escribir:
Dije una vez que escribir es una maldición. No me acuerdo exactamente por qué lo dije, y con sinceridad. Hoy repito: es una maldición, pero una maldición que salva.
No me estoy refiriendo a escribir para los diarios. Sino a escribir aquello que eventualmente se puede transformar en un cuento o en una novela. Es una maldición porque obliga y arrastra como un vicio penoso del cual es casi imposible librarse, pues nada lo sustituye. Y es una salvación.
Salva el alma presa, salva a la persona que se siente inútil, salva el día que se vive y que nunca se entiende a menos que se escriba. Escribir es buscar entender, es buscar reproducir lo irreproducible, y sentir hasta las últimas consecuencias el sentimiento que permanecería apenas vago y sofocante. Escribir es también bendecir una vida que no fue bendecida.
Qué pena que sólo sé escribir cuando la “cosa” viene espontáneamente. Así quedo a merced del tiempo. Y, entre un escribir verdadero y otro, pueden pasar años.
Me acuerdo ahora con saudade del dolor de escribir libros.
Sobre la escritura:
A veces tengo la impresión de que escribo por simple curiosidad intensa. Es que, al escribir, me doy las sorpresas más inesperadas. Es en el momento de escribir cuando muchas veces soy consciente de cosas, de las cuales, siendo inconsciente, antes yo no sabía que sabía.
Forma y contenido:
Se habla de la dificultad entre la forma y el contenido, en materia de escribir, hasta se llega a decir: el contenido es bueno pero la forma no, etc. Pero, por Dios, el problema no es el que el contenido está de un lado y la forma del otro, Así sería fácil: sería como relatar a través de una forma lo que ya existía libre, el contenido. Pero la lucha entre la forma y el contenido está en el pensamiento mismo: el contenido lucha por formarse.
Para decir la verdad, es imposible un contenido sin su forma. La intuición es la honda reflexión inconsciente que prescinde de forma mientras ella misma, antes de subir a la superficie, se trabaja. Me parece que la forma aparece cuando el ser todo está con un contenido maduro, ya que se quiere dividir el pensar o el escribir en dos fases. La dificultad de forma está en el mismo constituirse del contenido, en el propio pensar o sentir, que no sabrían existir sin su forma adecuada y a veces única.
Las apariencias engañan.
Y mi apariencia me engaña.
Dos modos:
Como si yo buscara no aprovechar la vida inmediata, pero sí la más profunda, lo que me da dos modos de ser: en vida, observo mucho, soy activa en las observaciones, tengo sentido del ridículo, del buen humor, de la ironía, y tomo partido. Escribiendo, tengo observaciones por así decir pasivas, tan interiores que se escriben al mismo tiempo que son sentidas, casi sin lo que se denomina proceso. Por eso al escribir no elijo, no puedo multiplicarme en mil, me siento fatal a pesar mío.
Entendimiento:
Todas las visitaciones que tuve en la vida, llegaron, se sentaron y no dijeron nada.
Crítica liviana:
En el libro de Pelé las cosas van sucediendo, y después sucediendo, y después sucediendo. Es diferente del tuyo, porque tú solamente inventas. El tuyo es más difícil de hacer, pero el de él es mejor.
Prescindir de lo atrayente:
Sería más atrayente si yo lo hiciera más atrayente. Usando, por ejemplo, algunas de las cosas que enmarcan una vida o una cosa o historia de amor o un personaje. Es perfectamente lícito hacerlo atrayente, sólo que existe el peligro de que un cuadro se vuelva cuadro porque el marco lo hizo cuadro.
Para leer, es claro, prefiero lo atrayente, me cansa menos, me arrastra más, me delimita y me circunda. Para escribir, sin embargo, tengo que prescindir. La experiencia vale la pena, aunque tan sólo sea para quien la escribió.
Abstracto es lo figurativo:
Tanto en pintura como en música y literatura, tantas veces lo que llaman abstracto me parece apenas lo figurativo de una realidad más delicada y más difícil, menos visible al ojo desnudo.
Una puerta abstracta:
Desde cierto punto de vista, considero hacer cosas abstractas como lo menos literario. Ciertas páginas, vacías de acontecimientos, me dan la sensación de estar tocando la cosa misma, y es la sinceridad más grande. Es como si se esculpiera –¿cuál es la escultura más auténtica del cuerpo?, el cuerpo, la forma misma del cuerpo– y no la expresión “dada” al cuerpo. Una Venus desnuda, de pie, ‘inexpresivo”, es mucho más que la idea literaria de Venus.
Estoy llamando “idea literaria” de Venus a una idea, por ejemplo, que tuviera en el rostro una sonrisa de Venus, una mirada de Venus, como un rótulo. La Venus de Milo: es una mujer abstracta. (Si dibujo en un papel, minuciosamente, una puerta, y no le agrego nada mío, estaré dibujando muy objetivamente una puerta abstracta.)
Cómo se llama:
Si recibo un regalo dado con cariño por una persona que no me gusta, ¿cómo se llama lo que siento? Una persona de quien no se gusta más y que no gusta más de uno, ¿cómo se llama esa pena y ese rencor? Estar ocupada, y de repente detenerse por haber sido invadida por una desocupación beata, milagrosa, sonriente e idiota, ¿cómo se llama lo que se sintió? La única manera de llamar es preguntar: ¿cómo se llama? Hasta hoy solamente conseguí nombrar con la propia pregunta. ¿Cuál es el nombre?, y éste es el nombre.
Escribir, humildad, técnica:
Esa incapacidad de alcanzar, de comprender, es lo que hace que yo, por instinto de… ¿de qué?, busque un modo de hablar que me lleve más rápido al entendimiento.
Ese modo, ese “estilo”(!), ya fue llamado varias cosas, pero no lo que realmente y tan sólo es: una búsqueda humilde. Nunca tuve un problema de expresión, mi problema es mucho más grave: es el de la concepción.
Cuando hablo de “humildad”, me refiero a la humildad en el sentido cristiano (como ideal que se puede alcanzar o no); me refiero a la humildad que viene de la plena conciencia de ser realmente incapaz.
Y me refiero a la humildad como técnica. Virgen María, hasta yo misma me asusté con mi falta de pudor; pero es que no es falta. La humildad como técnica es lo siguiente: sólo cuando uno se aproxima a la cosa con humildad, ella no escapa totalmente. El orgullo no es pecado, por lo menos no es grave: el orgullo es cosa infantil en la que se cae como se cae en la glotonería. Sólo que el orgullo tiene la enorme desventaja de ser un grave error, con todo el atraso que el error da a la vida: hace perder mucho tiempo.
Escribir las entrelíneas:
Entonces escribir es el modo de quien tiene la palabra como carnada: la palabra que pesca lo que no es palabra. Cuando esa no-palabra –la entrelínea– muerde la carnada, algo se escribió. Una vez que se pescó la entrelínea, se podría arrojar fuera la palabra con alivio. Pero ahí cesa la analogía: la no-palabra, al morder la carnada, la incorporó. Lo que salva entonces es escribir distraídamente.
La pesca milagrosa:
Entonces escribir es el modo de quien tiene la palabra como carnada: la palabra pescando lo que no es palabra. Cuando esa no-palabra muerde la carnada, alguna cosa se escribió. Una vez que se pescó la entrelínea, con alivio se puede echar afuera la palabra. Pero ahí cesa la analogía: la no-palabra, al morder la carnada, la incorporó. Lo que salva entonces es leer, “distraídamente”.
Pues ya que se ha de escribir:
Pues ya que se ha de escribir, que al menos no se aplasten con palabras las entrelíneas.
Aventura:
Mis intuiciones se vuelven más claras al esforzarme en trasponerlas en palabras. Es en este sentido, pues, que escribir me resulta una necesidad. Por un lado, porque escribir es una manera de no mentir el sentimiento (la transfiguración involuntario de la imaginación es tan sólo un modo de llegar); por el otro, escribo por incapacidad de entender, a no ser a través del proceso de escribir. Si adopto un aire hermético, es que no sólo lo principal es no mentir el sentimiento, sino porque tengo incapacidad de trasponerlo de un modo claro sin que lo mienta: mentir el pensamiento sería perder la única alegría de escribir.
Así, tantas veces adopto un aire involuntariamente hermético, lo que me parece bien aburrido en los demás. Después de escrita la cosa, ¿podría fríamente hacerla más clara? Pero es que soy obstinada. Y por otro lado, respeto una cierta claridad peculiar del misterio natural, no sustituible por ninguna otra claridad. Y también porque creo que la cosa se aclara sola con el tiempo; así como en un vaso de agua, una vez depositado en el fondo cualquier cosa que sea, el agua se vuelve clara. Si el agua jamás se vuelve limpia, peor para mí.
Acepto el riesgo. Acepté riesgos mucho mayores, como todo el mundo que vive. Y si acepto el riesgo, no es por libertad arbitraria o inconsciencia o arrogancia; cada día que despierto, incluso por costumbre, acepto el riesgo. Siempre tuve un profundo sentido de aventura, y la palabra profundo está ahí queriendo decir inherente.
Este sentido de aventura es el que me da lo que tengo de aproximación más imparcial y real con relación a vivir y, sin quererlo, a escribir.
La peligrosa aventura de escribir:
“Mis intuiciones se vuelven más claras al esforzarme en trasponerlas en palabras.” Eso escribí una vez. Pero es un error, porque, al escribir, encolada y pegada, está la intuición. Es peligroso porque nunca se sabe lo que vendrá, si se es sincero. Puede venir el aviso de una destrucción, de una autodestrucción por medio de las palabras. Pueden venir recuerdos que jamás querríamos ver en la superficie. El clima se puede volver apocalíptico.
El corazón tiene que estar puro para que venga la intuición. ¿Y cuándo, Dios mío, se puede decir que el corazón está puro? Porque es difícil comprobar la pureza: a veces en el amor ilícito está toda la pureza del cuerpo y del alma, no bendecido por un padre, sino bendecido por el propio amor. Y todo eso se puede llegar a ver; y haber visto es irrevocable. No se juega con la intuición, no se juega con la escritura: la caza puede herir de muerte al cazador.
Sumisión al proceso:
El proceso de escribir está hecho de errores –la mayoría esenciales–, de coraje y pereza, desesperación y esperanza, de vegetativa atención, de sentimiento constante (no pensamiento) que no conduce a nada, no conduce a nada, y de repente aquello que se pensó que era “nada” era el verdadero contacto temible con la tesitura de vivir; y ese instante de reconocimiento, ese zambullir anónimo en la tesitura anónima, ese instante de reconocimiento (igual que una revelación) necesita ser recibido con la mayor inocencia, con la inocencia con que está hecho. ¿El proceso de escribir es difícil?, pero es como llamar difícil al modo extremadamente prolijo y natural con que es hecha una flor. (¡Mamá, me dijo el chico, el mar está lindo, verde y con azul, y con olas!, ¡todo él está naturizado!, ¡todo él sin haberlo hecho nadie!).
La enorme impaciencia al trabajar (quedarse parado junto a la planta para verla crecer y no se ve nada) no está en relación con la cosa propiamente dicha, sino con la paciencia monstruosa que se tiene (la planta crece de noche). Como si se dijera: “no soporto un minuto más ser tan paciente”, “la paciencia del relojero me irrita”, etc. Lo que más me impacienta es la paciencia vengativa, buey sirviendo al arado.
No soltar los caballos:
Como en todo, también al escribir tengo una especie de temor de ir demasiado lejos. ¿Qué será eso? ¿Por qué? Me detengo, como si retuviera las riendas de un caballo que pudiera galopar y llevarme Dios sabe dónde. Me reservo. ¿Por qué y para qué? ¿Para qué cosa estoy economizándome? Ya tuve clara conciencia de eso cuando una vez escribí: “es necesario no tener miedo de crear”. ¿Por qué el miedo? ¿Miedo de conocer los límites de mi capacidad? ¿O miedo del aprendiz de hechicero, que no sabía cómo detenerse? Quién sabe, así como una mujer que se reserva intacta para entregarse un día al amor, así tal vez yo quiera morir toda entera para que Dios me tenga toda.
Escribir, prolongar el tiempo:
No puedo escribir mientras estoy ansiosa o espero soluciones, porque en tales periodos hago todo lo posible para que las horas pasen; y escribir es prolongar el tiempo, es dividirlo en partículas de segundos, dando a cada una de ellas una vida insustituible.
Escribiendo:
Ya no recuerdo dónde fue el comienzo; fue, por así decirlo, escrito todo al mismo tiempo. Todo estaba allí, o debía estarlo, como en el espacio temporal de un plano abierto, en las teclas simultáneas del piano. Escribí buscando con mucha atención lo que se estaba organizando en mí y que sólo después de la quinta paciente copia empecé a advertir.
Mi temor era que por impaciencia hacia la lentitud que tengo en comprenderme, estuviera apresurando antes de tiempo un sentido. Tenía la impresión de que, si me concediese más tiempo, la historia diría sin convulsión lo que necesitaba decir. Cada vez más, todo me parece una cuestión de paciencia, de amor creando paciencia, de paciencia creando amor. Él se levantó, todo al mismo tiempo, emergiendo más aquí que allí.
Esta paciencia tuve, y con ella aprendía: la de soportar, sin ninguna promesa, la incomodidad del desorden. Pero también es cierto que el orden molesta. Como siempre, la dificultad más grande es la espera. (Estoy sintiéndome mal, le diría la mujer al médico. Es que usted va a tener un hijo. Y yo que pensaba que me estaba muriendo, respondería la mujer.) El alma deformada, creciendo, cobrando volumen, si al menos saber aquello que se espera. A veces, a lo que nace muerto, se sabe que se lo esperaba. Además de la espera difícil, la paciencia de recomponer paulatinamente la visión que fue instantánea. Y como si eso no bastara, desgraciadamente no sé “redactar”, no con- sigo “relatar una idea”, no sé “vestir una idea con palabras”. Lo que sale a la superficie ya viene con o a través de palabras, o no existe.
Al escribirlo, nuevamente la certeza, sólo paradoja en apariencia: lo que estorba al escribir es tener que usar palabras. Es incómodo. Si pudiera escribir por intermedio del dibujo en la madera o de acariciar la cabeza de un niño o de pasear por el campo, jamás habría entrado por el camino de la palabra. Haría lo que hace tanta gente que no escribe, y exactamente con la misma alegría y el mismo tormento de quien escribe, y con las mismas profundas decepciones inconsolables: no usaría palabras. Lo que puede llegar a ser mi solución. Si así fuera, bienvenida.
La explicación que no explica:
No me resulta fácil acordarme de cómo y por qué escribí un cuento o una novela. Después que se despegan de mí, tampoco yo los reconozco. No se trata de “trance”, pero la concentración al escribir parece borrar la conciencia de lo que no haya sido el hecho de escribir propiamente dicho. Con todo, puedo intentar reconstituir alguna cosa, si es que importa, y si responde a lo que se me preguntó.
Lo que recuerdo del cuento “Feliz cumpleaños”, por ejemplo, es la impresión de una fiesta que no fue diferente de otras fiestas de cumpleaños; pero aquél era un día pesado de verano, y hasta creo que no puse la idea de verano en el cuento.
Tuve una “impresión”, de la que resultaron algunas líneas imprecisas, anotadas tan sólo por el gusto y la necesidad de profundizar lo que se siente. Años después, al encontrarme con esas líneas, nació la historia entera, con la rapidez de quien estuviera transcribiendo una escena ya vista, y, sin embargo, nada de lo que escribí sucedió en aquella o en otra fiesta.
Mucho tiempo después, un amigo me preguntó de quién era aquella abuela. Respondí que era la abuela de los demás. Dos días después la verdadera respuesta me vino espontánea, y con sorpresa descubrí que la abuela era justamente la mía, y de ella yo sólo había conocido, siendo chica, un retrato, nada más.
“Misterio en San Cristóbal” es un misterio para mí; fui escribiéndolo tranquilamente, como quien desenrolla un ovillo de hilo.
No encontré la menor dificultad. Creo que la ausencia de dificultad vino de la propia concepción del cuento: su atmósfera tal vez necesitara de esa actitud mía de apartamiento, de cierta no-participación. La falta de dificultad es capaz de haber sido técnica interna, manera de abordar, delicadeza, distracción fingida.
De “Devaneo y embriaguez de una muchachita” sé que me divertí tanto que fue un placer escribirlo. Mientras duró el trabajo, estaba siempre de un buen humor distinto al de todos los días, y, aunque los demás no llegaran a notario, yo hablaba a la manera portuguesa, haciendo, según me parece, una experiencia de lenguaje. Fue excelente escribir sobre la portuguesa.
De “Lazos de familia” no grabé nada.
Del cuento “Amor” recuerdo dos cosas: una –al escribir–, la intensidad con la que inesperadamente caí con el personaje dentro de un jardín botánico no calculado, y de donde casi no conseguimos salir, de tan enredadas en las lianas, y medio hipnotizadas, hasta el punto de tener que hacer a mi personaje llamar al guardián para abrir los portones ya cerrados, pues si no, habríamos pasado a vivir ahí mismo hasta hoy.
La segunda cosa que recuerdo es un amigo leyendo la historia mecanografiada para criticarla, y yo, al oírla en una voz humana y familiar, teniendo de pronto la impresión de que sólo en aquel instante la historia nacía; y nacía ya hecha, como nace el niño. Este momento fue el mejor de todos: el cuento me fue dado allí, y lo recibí, o allí lo di y él fue recibido, o las dos cosas, que son una sola.
De “La cena” nada sé.
“Una gallina” fue escrito en cerca de media hora. Me habían encargado una crónica; yo lo estaba intentando sin intentarlo propiamente, y terminé no entregándola; hasta que un día noté que aquella era una historia enteramente redonda, y sentí con qué amor la había escrito. Vi también que había escrito un cuento y que allí estaba la simpatía que siempre había sentido por los animales, una de las formas accesibles de gente.
“Comienzos de una fortuna” fue escrito más para ver en qué daría intentar una técnica tan leve que apenas se entremezclase con la historia. Fue construido medio en frío, Y Yo tan sólo guiada por la curiosidad. Es más un ejercicio de escalas.
“Preciosidad” es un tanto irritante, terminé antipatizando con la muchacha, y después pidiéndole disculpas Por antipatizar, y en la hora de pedir disculpas teniendo ganas de no pedirlas. Terminé arreglando su vida más por descargo de conciencia y por responsabilidad de autora que por amor. Escribir así no vale la pena” envuelve de un modo equivocado, acaba con la paciencia. Tengo la impresión de que, aunque pudiera hacer de ese cuento un buen ciento, intrínsecamente no lo sería.
“Imitación de la rosa” usó varios padres y madres para nacer. Existió el choque inicial de la noticia de alguien que se había enfermado, sin yo entender por qué. Hubo ese mismo día rosas que me mandaron, y que repartí con una amiga. Hubo esa constante en la vida de todos, que es la rosa como flor. Y hubo todo lo otro que no sé, y que es el caldo de cultivo de cualquier historia.
“Imitación” me dio la oportunidad de usar un tono monótono que me satisface mucho: la repetición me resulta agradable, y la repetición sucediendo en el mismo lugar termina cavando poco a poco; la cantinela pesada alguna cosa dice. “El crimen del profesor de matemáticas” se llamaba antes “El crimen”, y fue publicado.
Años después entendí que el cuento simplemente no había sido escrito. Entonces lo escribí. Sin embargo, permanece la impresión de que sigue no escrito. Todavía no entiendo al profesor de matemáticas, aun cuando sepa que él es lo que yo dije. “La mujer más pequeña del mundo” me recuerda un domingo de primavera en Washington, un niño durmiéndose en los brazos en mitad de un paseo, los primeros calores de mayo, mientras la mujer más pequeña del mundo (una noticia leída en el diario) intensificaba todo eso en un lugar que me parece el origen del mundo: África.
Creo que también este cuento viene de mi amor por los animales; me parece que siento a los animales como una de las cosas todavía muy próximas a Dios, material que no se inventó a sí mismo, cosa aún caliente del propio nacimiento; y, sin embargo, cosa poniéndose ya inmediatamente de pie, y ya viviendo del todo, y en cada minuto viviendo de una vez, nunca tan sólo poco a poco, no economizándose nunca, no gastándose nunca. “El búfalo” me recuerda muy vagamente un rostro que vi en una mujer o en varias, o en hombres; y una de las mil visitas que hice a jardines zoológicos.
En ésa, un tigre me miró. Yo lo miré, él sostuvo la mirada, yo no, y me volví hasta hoy. El cuento nada tiene que ver con todo eso, fue escrito y dejado a un lado. Un día lo releí y sentí un impacto de malestar y horror.
Recordar lo que no existió.
Tantas veces escribir es recordar lo que nunca existió. ¿Cómo lograré saber lo que ni siquiera sé? Así: como si recordara. Con un esfuerzo de memoria, como si yo nunca hubiera nacido. Nunca nací, nunca viví: pero recuerdo, y éste es un recuerdo en carne viva.
Un escalón arriba:
Hasta ahora no sabía que se puede no escribir. Gradualmente, gradualmente, hasta que, de pronto, llega el descubrimiento. Muy tímido. Quién sabe, también yo podría no escribir.
Qué infinitamente más ambicioso es. Es casi inalcanzable.
Crítica pesada:
Voy a hacer un cuento imitándote. Y va a ser también a máquina: chica mendiga.
Era una cosa. Quieta, bonita, sola. Acorralada en aquel rincón, sin más ni menos. Pedía dinero con intimidez. Sólo le quedaba eso: medio bizcocho y un retrato de su madre, que había muerto hacía tres días.
Al linotipista:
Disculpe que me esté equivocando tanto a máquina. Primero es porque se me quemó la mano derecha. Segundo, no sé por qué.
Ahora un pedido: no me corrija. La puntuación es la respiración de la frase, y mi frase respira así. Y si usted me encuentra exquisita, respete eso también. Hasta yo fui obligada a respetarme.
Escribir es una maldición.
Fuente: Zavala, Lauro (comp.), Teorías del cuento III, Unam, México, 1996.