Por Gabriel García Márquez
Recuerdo los dos saltos más importantes. El primero es haber dejado el cigarrillo. O creo más bien que fue el cigarrillo el que me dejó a mí. Estaba totalmente intoxicado, fumando cuatro paquetes por día. Y sin enfermarme de bronquitis, ni que el médico me dijera nada, apagué el cigarrillo y no fumé más. Cuando me puse a escribir, me di cuenta de que no había escrito una letra sin fumar. Pensé: bueno, ¿qué hago? ¿Espero estar acostumbrado a no fumar, o me siento de una vez a escribir sin fumar? La vocación fue mucho más fuerte y me senté frente a la máquina. Luego surgió otra dificultad: la de las manos. Me sobraban las manos porque ahora no tenían el cigarrillo, pero la mente siguió igual y prosiguió su trabajo como antes.
El segundo salto fue el día en que desperté y descubrí que ya no tenía otra cosa que hacer que escribir. Porque antes hacía dos cosas: escribía, o trabajaba – para la publicidad, la televisión, la radio. Mercedes, mi mujer, me hizo un día una pregunta: “¿Hoy vas a trabajar o a escribir?” Habíamos separado el trabajo, que tenía un objetivo pecuniario, del placer de escribir que era improductivo. Y ese día, al despertar, me dije: ahora no necesito “trabajar”, puedo escribir o no escribir, si lo quiero. Pronto comprendí el peligro que esa libertad significaba, porque si no escribía hoy, no lo haría mañana y probablemente nunca. Seguí escribiendo
Aun se me planteó otro problema. Siempre fui un periodista, y en aquella época, los periódicos se hacían de noche. Era la bohemia; terminar a la una de la madrugada en el periódico, luego escribir un poema, una novela hasta las tres, y después salir a jugar a los bolos o a tomar una cerveza. Cuando regresábamos, al amanecer, las señoras que iban a misa cruzaban a la acera de enfrente pensando que éramos unos borrachos que las iban a asaltar o a violar. Pasar de la noche al día, para escribir, no fue fácil.
Con la libertad, tuve que imponerme un horario de banquero, o más bien de empleado de banco, como si tuviera que marcar tarjeta todos los días. Comenzar a una hora y terminar a otra. Es importante. Si uno se deja llevar y no se detiene a tiempo, las últimas páginas las escribe un hombre cansado. El gran problema de la mayoría de los escritores es que, cuando las condiciones no les permiten dedicarse solamente a eso, consagran a la literatura las horas que les sobran y son horas de cansancio. Igualmente, si yo me entusiasmo, termino escribiendo cansado. Se necesita ese rigor: a una hora se comienza y a otra se termina.
Mis hijos iban a la escuela a las ocho de la mañana y yo los llevaba. Luego me ponía a escribir y los iba a buscar a las dos de la tarde. Este sigue siendo mi horario: comienzo a trabajar a las nueve y termino a las dos o dos y media. Considero con mi conciencia que me he ganado el día y el almuerzo. Por la tarde, en general voy al cine, veo a mis amigos o cumplo otros compromisos. Quedo sin remordimiento de conciencia.
Ese remordimiento lo he sentido entre dos libros. Cuando terminaba un libro pasaba un tiempo sin escribir y tenía que volver a aprender a hacerlo. El brazo se enfría. Hay un proceso de reaprendizaje para volver a lograr ese calor que se produce al escribir. Comprendí que tenía que inventar algo que me hiciera escribir entre dos libros. Lo he resuelto gracias a la redacción de mis memorias. Desde entonces no he dejado ningún día la máquina. Cuando estoy viajando tengo menos rigor, pero tomo notas de mañana. Todo ello indica que el 99 por ciento de transpiración del escritor, del cual se ha hablado tanto, es cierto.
Uno por ciento de inspiración y 99 por ciento de transpiración. Aunque también defiendo la inspiración. No en el sentido que le daban los románticos para los cuales era una especie de iluminación divina. Lo que sucede es que cuando se empieza a trabajar seriamente un tema y a cercarlo, a acosarlo, a atizarlo, llega un momento en que uno se identifica con él de tal modo y lo domina tanto, que se tiene la impresión de que un soplo divino se lo está dictando. Ese estado de inspiración existe, sí, y cuando se logra, aunque no dure mucho, es la mayor felicidad que se puede tener en el mundo.