Por Claudia López Swinyard
cuarentena, día 6
La mujer acerca la cámara demasiado, quisiera que entremos a sus ojos, que vayamos detrás para ver desde allí los corredores, el marco de la puerta, el aislamiento vertical de las batas. No se entiende muy bien el revoltijo de dolor que se agolpa; no sabemos qué irá tomando cauce y qué se hará tumor cerrado, incomunicación radical. Muere su marido, nace un número. Ningún despido, ningún tacto; hacia atrás, los trabajos y los días sin ese eslabón amoroso pierden irreparablemente su consistencia, sus músculos y achaques, sus resplandores. Los médicos tampoco se acercan. Ni un vaso de agua. Nada que nos haga proclives al hombro desarreglado y el lugar común. Ella habla a su camarita en un lenguaje humano que cierra el círculo de la cultura. Pide, balbucea, reza. El cuerpo se impone en la cifra, han sido sustraídas sus replicaciones, sus temblores. La esposa hurga dentro de su bolso hasta dar con un permiso de permanencia, mientras sigue buscando palabras demasiado cerca y la pantalla se humedece en el frote. Una operación global de vaciamiento hace de la escena una pequeña sonatina de escarnio. La imagen se craquela, fluye y se estanca al ritmo de la respiración entrecortada. Los últimos pixeles borronean una mano sin guantes apretando el permiso, el hilo de la vida.