Traducción de Zoraida J. Valcárcel
Por Susan Sontag
Por lo común, la lectura precede a la escritura. Y, casi siempre, aquélla dispara el impulso de escribir. La lectura, el gusto por ella, es lo que te hace soñar con llegar a ser escritor. Y mucho después de haberlo logrado, leer libros escritos por otros -y releer los amados libros del pasado- constituye una distracción irresistible del trabajo de escribir. Distracción. Consuelo. Tormento. Y, sí, inspiración. Desde luego, no todos los escritores lo admitirán. Recuerdo que una vez le hice un comentario a V. S. Naipaul acerca de una famosa novela inglesa del siglo XIX, que yo amaba, suponiendo que él la admiraba tanto como yo y como todos mis conocidos que se interesaban por la literatura. Pero no: dijo no haberla leído y, al ver reflejarse en mi rostro la sorpresa, añadió en tono severo: «Susan, no soy lector. Soy escritor».
Muchos escritores que han dejado atrás la juventud afirman que, por diversas razones, leen muy poco y, en verdad, leer y escribir les resultan, en cierto sentido, incompatibles. Quizá lo sean para algunos. No me corresponde juzgarlos. Si los mueve el temor a la influencia ajena, me parece una inquietud vanidosa e insustancial. Si es por falta de tiempo -sólo disponen de determinadas horas por día y, evidentemente, las dedicadas a la lectura se restan de aquellas en que podrían escribir-, ese es un ascetismo al que no aspiro. El viejo dicho de «perderse en un libro» no es una fantasía vana, sino una realidad modélica y adictiva. Virginia Woolf dijo en una carta esta frase famosa: «A veces pienso que el paraíso debe de ser una lectura constante e incansable». Sin duda, citando nuevamente a Woolf, lo paradisíaco radica en que «el estado de lectura consiste en la eliminación absoluta del yo». Por desgracia, nunca perdemos el yo, como tampoco podemos pisar nuestros propios pies. Pero ese arrobamiento que es la lectura se asemeja lo bastante al trance como para hacernos sentir desprendidos del yo.
Al escribir una novela o cuento -al habitar otros yos-, experimentamos la misma sensación de embeleso que al abstraernos en la lectura. Hoy día, a todos nos gusta pensar que escribir es una mera forma de autocontemplación (también llamada autoexpresión). Si, supuestamente, ya no somos capaces de tener sentimientos genuinamente altruistas, tampoco seríamos capaces de escribir acerca de otras personas. Pero eso no es cierto. William Trevor habla de la audacia de la imaginación no autobiográfica. ¿Por qué no habríamos de escribir para huir de nosotros mismos tanto como para expresarnos? Escribir acerca de otros es mucho más interesante.
Ni falta hace decir que presto pedacitos de mí misma a todos mis personajes. Cuando mis inmigrantes polacos de En América llegan al sur de California del Sur en 1876 (están en las afueras de la aldea de Anaheim), salen a caminar por el desierto y sucumben a una visión aterradora, transformadora, de vacío. Estoy segura de que me inspiré en el recuerdo de mis caminatas infantiles por el desierto del sur de Arizona, en las afueras de Tucson, que por entonces, en los años 40, era un pueblito. En el primer borrador de ese capítulo había pitahayas en el desierto californiano. En el tercero, ya las había suprimido de mal grado. (Lamentablemente, no hay ninguna al oeste del río Colorado.) Aquello sobre lo que escribo es diferente de mí. También es más elegante y sagaz, porque puedo corregirlo.
Traducción de Zoraida J. Valcárcel