Por Elfriede Jelinek
¿Es escribir la facultad de plegarse a la realidad, de acomodarse a ella? Nos encantaría acomodarnos, pero ¿qué me sucede entonces? ¿Qué les sucede a aquellos que no conocen realmente la realidad? Está tan enredada. No hay peine que pueda alisarla. Los poetas la atraviesan y recogen desesperádamente sus cabellos en un peinado que rápidamente por la noche les espanta. Algo no funciona en la apariencia. La cabellera, bien recogida, aún puede ser expulsada de su casa de los sueños, pero ya no se deja domar. O bien de nuevo se derrumba y se aferra como un velo delante de la cara y a penas puede ser manejada. O bien se pone de punta sobre la cabeza, aterrada por lo que sucede sin cesar. Simplemente no se deja peinar. No quiere. Aunque pasemos tantas veces como queramos el peine con algunos dientes arrancados, simplemente no quiere. Ahora es aún peor. Lo escrito, cuando habla de lo que pasa, se escabulle entre los dedos, como el tiempo, y no solamente el tiempo durante el que se ha escrito, durante el que no se ha vivido. Nadie pierde nada cuando no ha vivido. Ni el vivo, ni el tiempo muerto, y el muerto menos. El tiempo, cuando aún se escribía, penetró en las obras de los otros poetas. Como es el tiempo, lo puede todo a la vez: penetrar en su propio trabajo y en el de los otros, en los peinados enredados de los otros, pasa como un viento fresco, incluso si es malo, que se ha elevado, repentino e inesperado, desde la realidad. Cuando se ha elevado una vez, puede no calmarse tan rápidamente. El viento de rabia sopla y lo arrastra todo con él. Lo arrastra todo, poco importa dónde, pero nunca vuelve a esta realidad que debe ser representada. Por todas partes salvo ahí. La realidad es lo que va bajo los cabellos, bajo las faldas y precisamente: arrastra hacia cualquier otra cosa. Cómo puede el poeta conocer la realidad si es ella la que pasa en él y lo arrastra siempre hacia el margen. Desde allí, por una parte ve mejor, por otra él mismo no puede permanecer sobre el camino de la realidad. Allí no hay sitio para él. Su sitio está siempre en el exterior. Sólo lo que dice desde el exterior puede ser recibido y eso porque dice ambigüedades. Y allí surgen dos posibilidades adecuadas, dos verdades que recuerdan que nada sucede, dos que interpretan en direcciones diferentes, lo reducen hasta su fundamento inestable, que falta desde hace tiempo como los dientes arrancados al peine. Una de las dos. Verdadero o falso. Tenía que acabar por llegar, puesto que el suelo como terreno para construir era cuando menos muy inadecuado. ¿Cómo construir sobre un agujero sin fondo? Pero lo inadecuado, que entra en su campo visual, les basta a los poetas para producir algo que podrían igualmente abandonar. Podrían abandonar y también abandonan. No lo matan. Sólo lo miran con ojos confusos, pero no se vuelve arbitrario por esa mirada poco clara. La mirada toca con precisión. Lo que es tocado por la mirada dice aún al derrumbarse, aunque apenas haya sido mirado, aunque aún no haya sido expuesto a la vista afilada del público, lo que es tocado no dice jamás que también podría haber sido otra cosa, antes de ser víctima de esta descripción. Significa precisamente lo que permanecería mejor no-dicho (¿Porque habríamos podido decirlo mejor?), lo que debería permanecer siempre turbio y sin razón. Demasiados se han deslizado hasta el vientre dentro. Son arenas movedizas, pero no mueven nada. Sin fondo, pero no sin fundamento. Arbitrario, pero nunca amado.