Por Jorge Consiglio
Las despedidas son actos graves. Siempre las postergo o las esquivo. Cuando son irremediables, como en este caso, las vivo y tiendo a quedarme callado. Es la forma que encontré para rumiar el dolor. Hugo Correa Luna fue un amigo entrañable y un escritor admirado. De las muchísimas cosas que me enseñó, la más potente, quizás, fue revelarme —con cada acto, con cada gesto— la importancia del sentido del humor. No había nada que se resistiera a su inteligente mordacidad. Hugo practicaba el sentido del humor como resistencia, como manera de demostrar el absurdo del mundo, como desafío a todo protocolo, como estrategia para acceder a lo genuino, a lo auténtico. En este último tiempo, por ejemplo, se filmó en su cama de hospital. Se lo veía acostado, de frente a la cámara. Se bajaba muy despacio el tapaboca que le cubría el bigote nietzscheano. Había una tensión, parecía que estaba por decir algo, por dar un mensaje. Pero cuando el barbijo ya no le cubría la boca, Hugo sacaba la lengua. De esa forma, se burlaba de todo, incluso del rol que tenía que cumplir en ese momento. Esa es una de las lecciones de mi amigo que más valoro: la risa. La larga risa de todos estos años, que tiene que ver con la literatura como forma de vida. Como celebración. Esa manera hermosa que tenía de cagarse de risa de la lógica transaccional del mundo. Hugo celebrando en todos lados. En su casa de Ravignani —recuerdo un lejano cumpleaños—, en su casa de Jufré, junto con sus chicas queridas, en los asados pantagruélicos que organizaba Bermani, y en sus textos, sobre todo en sus textos. Esa manera maravillosa que tenía de desmarcarse, de escapar de lo que se esperaba de él. Eso, más la belleza de su prosa, lo convierte en el escritor más enorme que yo haya conocido. Quiero recordarlo con una anécdota simple. Hace treinta años nos juntamos en un departamento de la calle Serrano. Era alto, un piso 10. Hugo llegó a las seis de la tarde. Nos quedamos tomando mate hasta que se fue el sol. Estábamos tan entusiasmados conversando que nos olvidamos de prender la luz. Cuando nos dimos cuenta, nos pareció tan absurdo, tan irracional, que estallamos en carcajadas. Yo era su amigo. Y lo quería mucho. Lo voy a extrañar. Todos los vamos extrañar. Ustedes saben que es así.